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El viernes pasado salí a cenar con mi mamá, mi hermana, mi cuñada y mi amiga Cory. Estábamos celebrando los cumpleaños de mis hermanas y Cory. Mientras conversábamos, una dama les estaba solicitando a los comensales que compraran rosas previamente empaquetadas por ella. Mi madre la complació, y nos regaló una rosa a cada una. Yo fui la única que recibió una rosa sin estar de cumpleaños, pero daba igual: ella quería que yo también me sintiera especial. Al regresar a casa, era tan tarde que dejé negligentemente mi rosa amarilla en el automóvil (lo siento, mamá). La lluvia y la compañía nocturna del sábado me hicieron olvidar completamente la rosa. La volví a ver cuando nos fuimos a la iglesia el domingo por la mañana.

Miré la rosa amarilla abandonada, bien empaquetada en su envoltorio translúcido, y me sentí culpable. Los pétalos estaban empezando a marchitarse —el amarillo es mi color favorito— y su flor cerrada estaba empezando a colgar. ¿Cómo pude ser tan descuidada con este gesto de mi mamá? Mientras nos íbamos a la iglesia, la puse en el garaje con la esperanza de que ese día llegara finalmente a un florero. Y lo hizo. Escogí el florero perfecto y corté algunos centímetros del tallo. Quizás duraría un día.

No sé en qué momento ocurrió (y me gustaría haberlo visto) pero esa rosa se abrió en una gloria plena y hermosa. Inesperadamente, lució como recién cortada del jardín irradiando su dorado brillo con una fuerza distinguida. Pese a mi deplorable cuidado, ella perseveró hasta su glorificación final.

Esa noche pensé en mi linda rosa amarilla mientras oraba durante mi baño de burbujas (a veces, reflexiono más así). En esta etapa de mi vida podría identificarme con la rosa empaquetada que espera servir a Dios. Se veía bonita a través de su envoltorio translúcido —lo suficiente como para ser vendida—, pero fue vendida con el potencial de abrir sus pétalos y ser hermosa. En mis recientes frustraciones, me sentí como la flor comprada y dejada en el automóvil. Al orar, tuve deseos de darle gracias a Dios por mi salvación y mi futura esperanza de glorificación. Sabía que, sin importar cómo me sintiera, al final yo también glorificaría hermosamente a mi Dios. Pero clamé: «¿Qué más puedo hacer ahora? ¡Tengo sed, también!» ¿Estoy siendo desagradecida, no queriendo quedarme en el envoltorio, o estoy cerrando mis ojos a las muchas formas en que Dios me está usando actualmente para su gloria? Siento como si, a cada intento, mis pétalos se estuvieran marchitando. Al irme cansada a la cama cada noche, pienso en todas las formas en que podría haber servido mejor a mi prójimo. ¿Estoy eligiendo las formas correctas? ¿Hay formas correctas e incorrectas?

Fue entonces cuando mi metáfora me enseñó otra lección. Muchas de mis ambiciones de glorificar a Dios y servir a mi prójimo sobrepasan mis capacidades personales. A través de este proceso santificatorio tan largo como la vida, Dios me está transformando a la imagen de su Hijo. A veces quiero adelantarme a mí misma. Ese envoltorio translúcido es como un símbolo de la protección de Dios. Protegió a la rosa mientras pasaba por varias manos y esperaba en mi automóvil. Tuvo que esperar el momento correcto para alcanzar su máximo potencial, pero en todo el entretanto, glorificó a quien la hizo cumpliendo su rol. Yo estoy en la voluntad de Dios mientras cumplo los roles en que Él me ha puesto. En el proceso puedo perder algunos pétalos, mi color puede desvanecerse, y con certeza necesito ser podada, pero todas estas cosas serán parte de mi belleza, que finalmente es la gloria de Dios.

Este recurso fue publicado originalmente en Reformation21.
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Aimee Byrd

Aimee Byrd codirige Mortification of Spin, bloguea en housewifetheologian.com y es autor de Housewife Theologian [La teóloga ama de casa] y Theological Fitness [Teológicamente en forma].
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