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El puesto vacío en la mesa
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El puesto vacío en la mesa

Una de las sillas de nuestro comedor estará vacía en nuestra cena familiar navideña de este año.  Un esposo celebrará las fiestas por primera vez en treinta años sin su esposa. Un hijo enfrentará su primera Navidad sin mamá a la mesa. Los recuerdos de la voz de una preciada amiga llenará el silencio entre nuestras conversaciones. Aquellos que están más cerca de nuestros corazones son más visibles por su ausencia.  Hay algo sagrado sobre reunirse alrededor de una mesa. Algunos de los mejores momentos de la vida se comparten en las comidas. Durante el tiempo de las festividades, viajamos por el país y cruzamos el mundo para ir a sentarnos en nuestro puesto. Podría ser el único lugar y el único momento en el que podamos compartir momentos preciados con las personas que adoramos.  Y por tanto, cuando una silla vacía y fría toma el lugar de alguien que amamos, sentimos profundamente el peso de su ausencia. El abismo que se deja atrás amenaza con tragarnos vivos. 

Una maldición en el aire

¿Cómo puedes cantar sobre «buenas nuevas de gozo y de paz» cuando alguien que trajo tanto gozo a tu vida ya no está ahí para compartirlo? ¿Cómo saboreas el regocijo de la Navidad cuando la risa de un ser amado fue silenciada? En tiempos como este, el proverbio suena dolorosamente cierto, «aun en la risa, el corazón puede tener dolor, y el final de la alegría puede ser tristeza» (Pr 14:13).  Cuando hay un puesto vacío en la mesa, se nos recuerda la ineludible e innegable realidad de que hay algo que está terriblemente mal en este mundo. Una maldición flota en el aire y todos nosotros hemos probado su veneno. La muerte merodea en cada rincón; la mancha del pecado tiñe nuestras almas. El universo se desmorona bajo el peso de su propia rebelión y Dios (el Dador de toda vida, nuestro sumo gozo) parece estar muy lejos.  Solíamos caminar con Él en el jardín en la frescura del día (Gn 3:8). Sin embargo, desde que buscamos destronar la autoridad de Dios sobre nuestras vidas, yendo tras la seducción de los frutos prohibidos, las sillas en la mesa de cada hogar en la tierra han quedado vacías. Nuestro mundo es uno condenado y moribundo, completamente incapaz de restaurarse a sí mismo para Dios. 

Otra silla vacía 

Sin embargo, en Navidad, recordamos otro asiento vacío. El eterno Hijo de Dios bajó del trono del cielo para andar entre nosotros una vez más.  Sin dejar ni menospreciar su divinidad, Jesucristo entró en la historia como un humano, un niño, envuelto en trapos y recostado en un pesebre. Por tres décadas, Él vivió la corriente vida de un trabajador común y corriente, arrodillándose junto al banco del carpintero y secándose el sudor de su frente. Una vez que comenzó su ministerio público, el Hacedor del universo le dio prioridad a la mesa de los pecadores. Jesús llevó vino a la mesa de honor en una boda en Caná para demostrar que el Novio finalmente había llegado a reclamar a sus amados (Jn 2:1-12). Multiplicó el pan en un picnic galileo para declararse a sí mismo «el verdadero pan del cielo»: el alimento que da vida a las almas cansadas (Jn 6:32, 35). Cristo se sentó junto a los recaudadores de impuestos, las prostitutas y los fariseos para que todos sean recibidos en la mesa del Señor. Él partió el pan con los amigos que lo abandonarían para mostrar que su mesa es un lugar de perdón para los arrepentidos, de redención para los indignos y para mostrar que nadie está demasiado lejos (Lc 22:14-30). El costo para Jesús fue su vida: el rescate más grande que jamás conoceremos. 

Una bienvenida costosa 

Navidad es la historia que cuenta cómo Jesús se convirtió en el «varón de dolores» (Is 53:3) para que pudiéramos recibir las «buenas nuevas de gran gozo» (Lc 2:10). Es la historia del Rey de la creación que bajó del trono de la gloria, cambiando sus ropajes santos por harapos de mendigo, para que pudiéramos acercarnos al propiciatorio vestidos con el traje de la justicia de Cristo.  El pesebre de Navidad prepara el escenario para la cruz, puesto que el Juez perfecto de los hombres descendió de su banco para sentarse condenado en nuestro lugar. Dios alzó su martillo de justicia infalible y los clavos fueron dirigidos a las manos de Jesús. Él absorbió el castigo del pecado y mortificó la muerte, consumiendo la tumba en victoria (1Co 15:53-54). Jesús se entregó a sí mismo para reconciliar a los pecadores con un Dios santo, una bienvenida de costo infinito al eterno salón de banquetes de su Reino. Ahí, el Cordero se dará un festín junto a su iglesia para siempre, la novia que Él ha redimido (Ap 19:7). En su mesa, ninguna silla estará vacía. 

La mesa del Rey 

Cuando vemos que el puesto en la mesa de nuestra cena de Navidad está vacío, está bien que nuestros corazones se duelan. Sin embargo, quienes están en Cristo no lloran sin esperanza, como lo hace el resto del mundo (1Ts 4:13). Incluso en el dolor podemos alegrarnos, porque ponemos nuestra confianza fundamental en saber que la muerte no tiene la última palabra. Cuando el asiento vacío parece ser algo demasiado duro de soportar, nos aferramos a la esperanza de la mesa del cielo.  Cada reunión de festividad nos recuerda que nuestro Señor nos llama a otra comida sagrada. Mientras reímos con aquellos a nuestro alrededor y lloramos por aquellos que se han ido, miramos hacia el día en el que el pueblo de Dios que fue comprado con sangre se reunirá alrededor de la mesa preparada por las manos del Carpintero. Allí en el banquete de gracia, todos los ojos estarán puestos en nuestro Anfitrión. En el aumento eterno de nuestro gozo, veremos con maravilla al Rey que dejó su trono para darnos un lugar en la mesa: nuestro Salvador, nuestro novio, Jesucristo nuestro Señor. 
Tú has cambiado mi lamento en danza;        Has desatado mi ropa de luto y me has ceñido de alegría;  Para que mi alma       Te cante alabanzas y no esté callada.  Oh Señor, Dios mío,       Te daré gracias por siempre (Salmo 30:11-12).
Tim Giovanetto © 2017 Desiring God. Publicado originalmente en esta dirección. Usado con permiso.