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El llamado a la conversión de un hijo
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El llamado a la conversión de un hijo

El deseo evidente de todo padre cristiano es el bienestar espiritual de sus hijos. Queremos que nuestros hijos sean salvos; que sean parte del grupo de los redimidos. Anhelamos las bendiciones de la gracia del pacto de Dios para nuestros hijos. Si bien, reconocemos la soberanía de Dios en la salvación, este anhelo por ver una generación que sigue a otra en el conocimiento de Dios motiva el entrenamiento y la instrucción de nuestros hijos. El Salmo 78 captura esta idea:
…cosas que hemos oído y conocido, y que nuestros padres nos han contado. No las esconderemos de sus descendientes; hablaremos a la generación venidera del poder del Señor, de sus proezas, y de las maravillas que ha realizado. Él promulgó un decreto… ordenó a nuestros antepasados enseñarlos a sus descendientes, para que los conocieran las generaciones venideras y los hijos que habrían de nacer, que a su vez los enseñarían a sus hijos. (vv. 3-6).
Puesto que ansiamos que nuestros hijos conozcan la gracia que nosotros hemos conocido, declaramos las obras poderosas de Dios a la nueva generación (Sal 145). Enseñamos los caminos de Dios con el fin de que nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos sigan a Dios (Dt 6). Queremos que nuestros hijos tengan fe en Dios, pero, ¿qué significa tener una fe salvadora? Martín Lutero comenzó a explicarlo y más adelante Philip Melanchthon y otros que lo seguían también lo hicieron; tradicionalmente, la teología reformada ha usado la definición de la fe que contiene tres elementos: notitia (conocimiento), assensus (asentimiento) y fiducia (confianza). Nuestra confesión de fe más importante muestra este entendimiento. En la Confesión de Fe de Westminster (en el capítulo 14.2) se sostiene que la fe que salva va acompañada de creer en la Palabra de Dios, aceptar las afirmaciones de Cristo y «recibir y descansar sólo en Cristo», por todo lo que esa salvación entrega. La respuesta a la pregunta 21 en el Catecismo de Heidelberg, «¿qué es la fe verdadera?», entrega quizás la descripción más clara de la fe salvadora que pueda encontrarse en cualquier confesión:
No es sólo un seguro conocimiento por el cual considero cierto todo lo que el Señor nos ha revelado en su palabra, sino también una verdadera confianza que el Espíritu Santo infunde en mi corazón por el Evangelio, dándome la seguridad, de que no sólo a otros sino también a mí mismo, Dios otorga la remisión de pecados, la justicia y la vida eterna, y eso de pura gracia y solamente por los méritos de Jesucristo.
Como un padre que desea que sus hijos ejerciten la fe salvadora, estoy interesado en estos tres aspectos. Por lo tanto, mi pastoreo debe promover intencionalmente notitia, assensus y fiducia. Notitia. Nuestra palabra en español noticia deriva de esta palabra latina. Comunica el contenido informativo básico de la fe cristiana. Nuestros hijos tienen que entender el contenido básico del Evangelio. Esa es una de las razones por las que la práctica de la adoración familiar es tan esencial. Existe verdad que debe conocerse. No es posible ejercitar la fe sin el contenido. «…¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído?…» (Ro 10:14). Sabemos que el conocimiento no salva, pero la fe debe actuar en base al conocimiento. La fe no es «un salto a ciegas en la oscuridad». Si nuestros hijos van a poner su fe en Jesucristo, debemos entregarles razones para esa tener esa fe. Ellos no pueden creer en Jesucristo sin conocer la verdad sobre él. Existe un corpus de conocimiento sobre ellos mismos, sobre Dios y sobre el orden creado de Dios que tienen que conocer y en algún sentido entender si es que van a ser hijos de fe. Ellos pueden creer sólo en lo que conocen. Éste fue el peso que impulsó la preocupación de Pablo para comunicar la verdad:
Ahora, hermanos, quiero recordarles el evangelio que les prediqué, el mismo que recibieron y en el cual se mantienen firmes. Mediante este evangelio son salvos, si se aferran a la palabra que les prediqué. De otro modo, habrán creído en vano. Porque ante todo les transmití a ustedes lo que yo mismo recibí: que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras, que fue sepultado, que resucitó al tercer día según las Escrituras (1Co 15:1-4, énfasis del autor)
Sin el conocimiento, la fe no es posible puesto que tenemos que saber algo de aquel en quien estamos creyendo. Ser simplemente sinceros no es suficiente. El conocimiento correcto importa; sin embargo, el conocimiento no es la fe. Assensus. La palabra española asentir proviene de este término latino. Asentir significa creer en algo que es verdad. Es posible conocer (notitia) algo y no creerlo personalmente (assensus). Nuestros hijos deben entender el contenido del Evangelio y creerlo. Conocer toda la información histórica sobre Jesucristo, tener, por medio del conocimiento, toda la información sobre la salvación, no le hará ningún bien a nuestros hijos si es que no creen que esos hechos son verdad. Pablo, en su defensa ante el Rey Agripa, afirmó que este rey conocía y que incluso creía los hechos sobre Jesucristo. «Rey Agripa», preguntó Pablo, «¿cree usted en los profetas? ¡A mí me consta que sí!» (Hch 26:27). Sin embargo, el mero conocimiento e incluso el asentimiento de la verdad, aunque son esenciales, no son suficientes para que nuestros hijos tengan una fe salvadora. El conocimiento capacita a nuestros hijos para decir, «Cristo murió y se levantó de la tumba». El asentimiento los lleva a dar el siguiente paso: «estoy convencido de que Cristo murió y se levantó de la tumba». De acuerdo con los reformadores, estos dos pasos no son suficientes. Alguien dijo que ambos califican para describir a un demonio, pues los demonios tienen el correcto conocimiento e incluso creen en su verdad. Se necesita algo más para tener una fe salvadora. Fiducia. El mejor equivalente en español para fiducia es la palabra confianza. Nuestros hijos deben tener el conocimiento, deben creer que es verdad y deben confiar en él. Una cosa es saber que Cristo murió por nuestros pecados; otra, es creer en que ese conocimiento sobre Cristo es verdad. Es esencial dar el próximo paso, para así poner mi confianza en Cristo con el fin de salvarme de mis pecados. Charles Wesley captura esta diferencia de manera brillante en su himno, «¡Oh, que tuviera lenguas mil»: Quebranta el poder del mal, al preso libra hoy; Su sangre limpia al ser más vil, ¡Su sangre me limpió! La frase final capta la idea de confianza. Nuestros hijos pueden conocer e incluso creer que la salvación se encuentra en Jesucristo, pero la frase «¡su sangre me limpió!» expresa confianza; la confianza esencial para la fe salvadora. Esta fe involucra un cambio interno (la gracia regeneradora) que capacita nuestros hijos a confiar en Cristo para nuestra salvación. Existe un elemento en la fe salvadora que no es una simple aceptación objetiva de verdades sobre Dios. No es suficiente decir que Jesús es el Salvador de los pecadores. Nuestros hijos deben ser capaces de decir, «él es mi Salvador». Ellos deben creer en él para tener salvación. Deben aceptarlo y descansar en él puesto que ha dado gracia gratuitamente por medio de su vida santa y su muerte sacrificial. La confianza puesta sólo en Cristo se describe en muchísimos pasajes en la Biblia. Los profetas a menudo la describen como «volver a» Dios (Ez 33). En Juan 1 se explica cómo «recibirlo». En el discurso del Pan de Vida, Jesús la describe como la acción de «comerlo» (Jn 6). El escritor de los Hebreos dice en el capítulo 6 que tenemos que «aferrarnos» a la esperanza. Aunque pueden expresarlo, nuestros hijos deben confiar en Jesucristo para ser salvos. ¿Cómo esto impacta el pastoreo de nuestros hijos? Siempre debemos poner frente a ellos la verdad del Evangelio. Cada familia debe tener tiempos estructurados e intencionales en los que se les enseñe a los hijos el contenido de la Escritura. Tenemos que alentarlos fielmente a creer en las cosas que les hemos enseñado. Un poco de apologética básica será inevitablemente esencial mientras los persuadimos a creer en la verdad. Nada de esto será suficiente a menos que ellos mismos confíen en Jesucristo. Si van a ser participantes de la vida eterna, deben confiar en este Jesucristo que salva. Nuestros hijos deben recibirlo, volverse a él, aferrarse a él y descansar sólo en él para la salvación. Finalmente, la obra del Espíritu Santo debe transformar a nuestros hijos en personas que descansan sólo en Cristo para salvación. Nuestro rol es llevarles el Evangelio y alentarlos a aceptar a Cristo el Salvador. Solía contarles a mis hijos sobre un hombre que miraba a un equilibrista cruzar las Cataratas del Niágara empujando una carretilla. Después de observar tal hazaña una y otra vez, el artista le preguntó al hombre, «¿puedo cruzar las cataratas empujando una carretilla?». La respuesta fue «sí» (notitia). Luego el artista hizo otra pregunta, «¿crees que puedo hacerlo nuevamente?». «Sí» (assensus). Por último, pregunta, «¿te subirías a la carretilla y me permitirías empujarte a través de la cuerda floja?» (fiducia). Ésta es la pregunta de confianza. Nuestros hijos tienen que conocer que Jesús es el Salvador que murió por los pecadores. Deben creer que él salvará a los pecadores que se vuelven a él. Sin embargo, para cruzar de muerte a vida deben creer que Jesús es su Salvador. Tienen que subirse a la carretilla. Lo que encontrarán es que él está dispuesto y es capaz de llevarlos al otro lado a salvo.
Este artículo fue originalmente publicado por Ligonier Ministries en esta dirección. | Traducción: María José Ojeda
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La familia cristiana común y corriente
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La familia cristiana común y corriente

Hace poco, uno de mis hijos, ya adulto, me hizo el comentario de que la familia tradicional es irrelevante. Entiendo perfectamente lo que quiso decir: la familia cristiana común y corriente está casi extinta, pues la cultura contemporánea está redefiniendo el concepto de familia —el matrimonio homosexual, la gama de creativos acuerdos de convivencia y la presión para aceptar la poligamia son todos ataques contra la familia cristiana—. La noción de que los padres, cuyo amor produce hijos, deben vivir juntos en matrimonio, trabajando en unidad para proveer estabilidad y un hogar piadoso a sus hijos, prácticamente se ha desvanecido como ideal cultural. La familia cristiana común y corriente está compuesta simplemente por cristianos comunes y corrientes que viven las circunstancias comunes y corrientes de la vida desde la gracia extraordinaria del Evangelio. Esto no quiere decir que sean familias constituidas solamente por un papá y una mamá. Existen muchos padres y madres solteros que están honrando a Dios en sus hogares y muchos abuelos que valientemente crían a sus nietos. Tengo una nuera que fue bendecida con una mamá que, como madre soltera, crió a tres hijos que ahora son adultos cristianos que están criando a sus propios hijos. Ella les recordaba continuamente las normas bíblicas para la familia: «si tuvieras un papá, él estaría haciendo esto, pero como no es así, lo hago yo». En la ausencia de un marido, ella le enseñó a sus hijos a comprender el rol de un esposo y un padre en la familia.

Las dinámicas familiares

Efesios 5 describe a la familia cristiana común y corriente. Los esposos son llamados a ejercitar el liderazgo amoroso. En 1 Tesalonicenses 2, Pablo usa la paternidad como una metáfora para el ministerio pastoral. Él les recuerda los esfuerzos que hizo y las dificultades que enfrentó: cómo él predicaba durante el día y trabaja de noche para así no ser una carga para ellos. Éste es un maravilloso reflejo de lo que es un liderazgo piadoso. Pablo dio su vida como un sacrificio vivo. La autoridad piadosa no tiene que ver con hacer que otros sean nuestros sirvientes; al contrario, tiene que ver con servir y dar la vida como un sacrificio vivo. Efesios 5 muestra una imagen igualmente poderosa de la esposa. Así como la iglesia se somete a Cristo, la esposa vive bajo el liderazgo del esposo. Ella lo ayuda a ser un eficaz líder de la familia. No es fácil subordinar la propia vida al liderazgo de otro, pero Efesios 5 lo muestra como un llamado normal para la esposa. En última instancia, una esposa se encomienda a Dios, buscando que Dios le traiga bendición mientras ella vive bajo la autoridad de su marido. De manera similar, en Efesios 6, Dios promete que le irá bien al hijo que honre y que obedezca a sus padres. Los padres sabios presentan la necesidad de obediencia en maneras cautivantes. Animan a sus hijos al decir que la razón por la que deben obedecer es porque Dios le dio la autoridad a los padres. La obediencia no se debe a las demandas de los padres, sino que debe ocurrir porque es la voluntad de Dios para los hijos. En el contexto de la obediencia, las cosas van bien para los niños. Dios bendice su obediencia. Es hermoso cuando los niños y los jóvenes abrazan la verdad de que los caminos de Dios son buenos. Ha sido mi alegría ver a mis nietos y nietas, niños y adolescentes comunes y corrientes, que disfrutan a sus padres y que aceptan la autoridad de aquellos que los aman lo suficiente para establecer límites sabiamente. Hace poco, observé una interacción entre el padre y su adolescente en nuestra mesa que me hizo sonreír: Niño adolescente: «Papá, ¿puedo tomar café?» Papá: «Claro» Niño preadolescente: «¿Puedo tomar yo también?» Papá: «No, hijo, no creo que sea lo mejor» Niño preadolescente: «No es justo. Él sí puede tomar café» Papá: «Hijo, no tengo que ser justo, tengo que ser sabio» Fue un intercambio agradable de palabras que pasó rápidamente. Sonreí porque el niño más pequeño aceptó el dictamen de su papá sin quejarse. Él ha aprendido a aceptar alegremente la autoridad de su padre. Algún día él, también, será una autoridad amable y sabia. Una vez que las dinámicas de la relación están en un orden bíblico apropiado, existen tres llamados para la familia: la familia es una escuela de teología, una escuela de relaciones sociales y una escuela para entender el Evangelio.

Una escuela de teología

El llamado de Dios para una vida común y corriente se resume en las dos tablas de la ley: «…y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente, y con toda tu fuerza.” El segundo es éste: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo.” No hay otro mandamiento mayor que éstos» (Mr 12:30-31). Amar a Dios y a otros es una buena descripción de una familia cristiana común y corriente. La familia como una escuela de teología es la primera tabla de la ley. La familia es un lugar para ser cautivados al ver la maravilla de quién es Dios y para inculcar en los niños un profundo sentido de la gloria de Dios. El salmista lo dice de la siguiente forma, «una generación alabará tus obras a otra generación…» (Sal 145:4). ¿En qué consiste esto? ¿De qué estamos hablando cuando una generación alaba a Dios a otra generación? El Salmo 145 nos lo cuenta: significa meditar en el glorioso esplendor de la majestad de Dios; contar las obras portentosas de Dios; declarar su grandeza; proclamar con entusiasmo la memoria de su mucha bondad; cantar de su justicia; decir la gloria de su reino; contar lo bueno que es; proclamar su alabanza (145:4-20). El amor por Dios es inculcado a medida que meditamos en su gloria y en su bondad. No podemos llevar a nuestros hijos a deleitarse en Dios en un vacío conceptual. Si los padres deben mostrarles a sus hijos la gloria de Dios, ellos, también, deben ser deslumbrados por él. La familia es una escuela de teología.

Una escuela de relaciones sociales

Amar a otros es la segunda tabla de la ley. Esto también es un asunto familiar. La vida familiar proporciona maravillosas oportunidades para mostrar el amor de Cristo a otros. ¿Por qué? Porque la convivencia familiar entrega las ocasiones más grandes para los conflictos relacionales. Santiago 4 aborda el conflicto social con preguntas reveladoras: «¿De dónde vienen las guerras y los conflictos entre ustedes? ¿No vienen de las pasiones que combaten sus miembros?» (4:1). Normalmente, buscamos las razones para los conflictos fuera de nosotros: «él me hace enojar tanto»; «ella se ríe de mis errores». Santiago nos responsabiliza a nosotros, pues dice que los conflictos relacionales vienen de los deseos que batallan en nuestros corazones. Nuestras pasiones y deseos producen conflictos. La familia es el lugar donde aprendemos sobre los deseos que desatan guerra dentro de nosotros y nos llevan a tener conflicto con otros. Es el lugar donde podemos identificar la fealdad del amor propio. La convivencia familiar entrega la oportunidad de aprender la excelencia del amor sacrificial por otros. Es un lugar excelente para aprender a buscar verdaderamente el bien de otros. Los conflictos familiares no son interrupciones indeseadas para los asuntos de la vida. Son una parte vital para aprender a vivir en amor. La familia es un lugar donde podemos amar a otros.

Una escuela del Evangelio

Por último, la vida familiar cristiana común y corriente es una escuela para el Evangelio, un lugar para hacer realidad la gracia del Evangelio. Los conflictos que surgen a medida que nos esforzamos por vivir juntos en amor muestran nuestra profunda necesidad de la gracia del Evangelio. No podemos amar a Dios y a otros sin la gracia. Cristo vivió en un cuerpo humano sin pecado para entregarnos la justicia que no podíamos obtener de ninguna otra forma. Él murió para pagar la culpa de nuestro pecado, satisfaciendo completamente las demandas de la ley de Dios. Incluso ahora, él intercede por nosotros con el propósito de que podamos experimentar su gracia y vivir como personas que han conocido el perdón y pueden perdonarse mutuamente. La familia cristiana común y corriente no es lugar de perfección. Pecamos y otros pecan contra nosotros. Nuestros hijos pecan y otros pecan contra ellos. Somos tentados a resolver los conflictos por medio de la sabiduría humana, pero perdemos el beneficio de nuestros conflictos si tratamos de resolverlos sin la referencia del Evangelio. Los conflictos inevitables de la convivencia familiar entregan oportunidades excelentes para ser «amables unos con otros, misericordiosos, perdonándose unos a otros, así como también Dios los perdonó en Cristo» (Ef 4:32). Los padres que entienden que ellos también son pecadores que se ven arrastrados por las pasiones y los deseos pueden empatizar con sus hijos que también pecan. El padre que entiende el problema del pecado, de la gracia y del poder del Evangelio es capaz de entender y ayudar verdaderamente a los hijos que pecan. La experiencia de ser un pecador que ha encontrado gracia capacita a los padres a entregar el poder y la gracia del Evangelio a sus hijos. Los cristianos aman la idea de familias donde las personas aman y honran a Dios y viven juntos creciendo en gracia, pero las familias cristianas —que aman a Dios y a otros— no existen como una idea abstracta. No son un ideal en el mundo de las ideas. Las familias cristianas comunes y corrientes existen sólo a medida que las personas reales de carne y hueso dan sus vidas como sacrificios vivos. Esas familias son argumentos poderosos de la verdad y de la belleza de la fe cristiana.
Este artículo fue originalmente publicado por Ligonier Ministries en esta dirección. | Traducción: María José Ojeda
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Seamos rápidos para escuchar en el hogar
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Seamos rápidos para escuchar en el hogar

¿Qué tan bien se comunican? La mayoría de nosotros respondería a la luz de nuestra capacidad para transmitir nuestros pensamientos e ideas de formas convincentes. Sin embargo, quisiera sugerir que las más bellas artes de la comunicación en nuestra vida familiar no tienen que ver con expresar nuestras ideas; más bien, con entender los pensamientos y las ideas de otras personas en la familia. Este es un tema recurrente en el libro de Proverbios. «Al necio no le complace el discernimiento; tan sólo hace alarde de su propia opinión» (Pr 18:2). Los temas de conversación de un necio tienen que ver con el desahogo. Aun cuando no esté hablando, tampoco está realmente escuchando. Simplemente está formulando lo que dirá a continuación. Su próxima descarga en la conversación no tendrá que ver con lo que el otro acaba de decir, sino que con algo nuevo. Todos hemos sido necios en una conversación. Hace años, una noche, tuve una conversación con mi hijo, pues tenía algo que decirle. Rápidamente, él se dio cuenta que debía escucharme. Al terminar mi monólogo, le dije: «bueno, me alegra haber tenido la oportunidad de conversar. Oraré contigo y nos iremos a acostar». Luego de un par de minutos, mi hijo tocó la puerta de mi cuarto: «papá, dijiste que estabas contento de haber tenido una buena conversación conmigo. Tan sólo quería decirte que yo no dije nada». Fui un necio esa noche. Podría haber tenido una conversación real con mi hijo; podría haberle hecho buenas preguntas. Todo lo que quise decir podría haberlo dicho en el contexto de hacer hablar a mi hijo. En vez de hacer eso, no encontré complacencia en entenderlo; yo estaba interesado en expresar mi propia opinión. Un par de versículos más adelante en Proverbios 18, se hace la siguiente observación: «Es necio y vergonzoso responder antes de escuchar» (v.13). El necio responde sin realmente escuchar, sin haber pensado o considerado las cosas con cuidado. Apresurarse a hablar es vergonzoso. Cuando no escuchamos, revelamos el poco respeto que tenemos por las palabras de otros y el alta estima que le tenemos a las nuestras. Los padres con frecuencia respondemos antes de escuchar. Cuando una hija comienza a hacer una pregunta, nosotros la interrumpimos así:
«Sé lo que vas a pedir. La respuesta es “no”». «Pero, papá», dice ella. «¿Acaso no sabes lo que la palabra “no” significa?». «Pero, papá, ni siquiera pude hacerte mi pregunta». «No tienes para qué hacerla; soy tu papá. Sé lo que vas a decir antes de que lo digas».
Mi hija nunca se va agradecida de tener un padre que puede leer la mente después de este intercambio de palabras; al contrario, se siente irritada. Siente impotencia frente a mi capricho. Incluso puede ser que, yo como papá, haya transgredido la advertencia que Pablo hace a los padres en Efesios 6:4: «Padres, no hagan enojar a sus hijos». En Proverbios 20:5, noten la virtud que hay al escuchar: «Los pensamientos humanos son aguas profundas; el que es inteligente los capta fácilmente». Los objetivos y las motivaciones del corazón humano no pueden descubrirse con facilidad. Para extraer esas aguas profundas se necesita la paciencia, la aptitud y la capacidad de una persona comprensiva. En estos versículos, se reflejan varios matices de la importancia de escuchar. Proverbios 18:2 da prioridad al lugar donde encontramos complacencia en la conversación. El hombre sabio se deleita en entender a la persona con la que está hablando. En Proverbios 18:13 se enfatiza el hecho de tomarse el tiempo para que podamos responder con una comprensión completa de lo que se dijo. En Proverbios 20:5, se centra en escuchar activamente: escuchar lo que se dice y lo que no se dice y hacer preguntas que extraigan las aguas profundas dentro del corazón. La vida familiar se desarrolla al escuchar cuidadosamente. Mostramos respeto a otros cuando escuchamos. Al escuchar decimos: «te valoro a ti y lo que estás diciendo; lo valoro tanto que haré todo lo posible para facilitar la comunicación. Creo que el tiempo que tomamos para escucharnos es una buena inversión. Escucharé y me alegraré en entender el sentido y la intención de tus palabras». Escuchar activamente fortalece las relaciones. Las esposas, los hijos y los maridos anhelan ser comprendidos. ¿Qué podría expresar mejor un deseo por relaciones significativas que escuchar? ¿Qué podría comunicar mejor un deseo por conocer y por  comprender a alguien? Cuando escuchan a otros, su influencia en sus vidas crece; las relaciones se fortalecen. Escuchar aprieta los nudos de la lealtad y del compromiso los unos con los otros. Las personas anhelan ser comprendidas; sentir que sus palabras tienen peso, que sus ideas son escuchadas con cuidado. Escuchar con cuidado es importante en la vida familiar. Sus familias son la comunidad social más fundamental. La vida familiar florecerá en hogares donde las personas no sólo hablan sino que también escuchan. ¿Qué construye unidad en el matrimonio y lealtad en los hijos? Un esposo que escucha, que se complace en comprender, construye un matrimonio. Una esposa que escucha y que incluso puede reformular las palabras de su marido con sus propias palabras, construye un matrimonio. Las parejas que son capaces de hacer preguntas que extraen las aguas profundas del corazón construyen un matrimonio. ¿Sus cónyuges sienten que sus palabras son valiosas, que ustedes se deleitan en comprenderlos o comprenderlas y que tratan de entender y pensar detenidamente los asuntos con claridad? ¿Sus cónyuges se sienten seguros o seguras de que no usarán sus palabras en su contra? Escuchar al cónyuge modela relaciones bíblicas y una capacidad de comunicación efectiva para los hijos que los están observando. Queremos que nuestros hijos sean buenos para escuchar. Queremos que valoren nuestras palabras; por lo tanto, modelemos en nuestros hijos las habilidades para escuchar que deseamos inculcar. Las palabras de Salomón para su hijo no podrían ser más claras: Hijo mío, obedece el mandamiento de tu padre y no abandones la enseñanza de tu madre. Grábatelos en el corazón; cuélgatelos al cuello. Cuando camines, te servirán de guía; cuando duermas, vigilarán tu sueño; cuando despiertes, hablarán contigo. El mandamiento es una lámpara, la enseñanza es una luz y la disciplina es el camino a la vida. (Pr 6:20–23). Escuchar con cuidado le entrega a nuestros hijos grandes tesoros: guía, protección e instrucción. La luz y la vida pueden encontrarse al escuchar a mamá y a papá. ¿Qué evita que seamos personas que escuchan con cuidado? Existe una respuesta simple y una profunda. La respuesta simple es que escuchar es costoso; requiere cambiar el ritmo en el que vivimos nuestras vidas; toma tiempo. Recuerdo que una noche tuve una conversación con un huésped que se quedó en nuestra casa por mucho tiempo. Le hice una pregunta y me senté mientras él meditaba en la respuesta por cuarenta y cinco minutos. Eso pudo haber sido algo extremo, pero la conversación a menudo era interrumpida por largas pausas de meditación, de reflexión, de organización de pensamientos y de ideas. Con frecuencia, una conversación profunda con una persona que sabe escuchar será el lugar donde se trabajen los pensamientos complejos y los sentimientos profundos. La respuesta profunda a la pregunta tiene que ver con nuestra humanidad. Somos miembros de una raza caída. Somos orgullosos, por lo tanto, no escuchamos bien. Somos personas temerosas, por lo que evitamos confiar nuestras vidas a otros. Tenemos un concepto mayor de nosotros mismos de lo que deberíamos. Frecuentemente, somos insensibilizados por el engaño del pecado. Somos compulsivamente egoístas y muchas veces estamos tan centrados en nosotros mismos que es muy difícil que nos humillemos para escuchar a otros. Estos no son sólo problemas de habilidades de comunicación, son problemas espirituales. Nuestro orgullo, nuestro temor y nuestro amor propio obran completamente contra la humildad que Santiago 1 define de la siguiente manera: «mis queridos hermanos, tengan presente esto: Todos deben estar listos para escuchar, y ser lentos para hablar y para enojarse; pues la ira humana no produce la vida justa que Dios quiere» (19-20). Se necesita una renovación radical dentro de nosotros para ser rápidos para escuchar y lentos para hablar. Afortunadamente, Dios no nos abandona en nuestros propios recursos y esfuerzos para mejorar, pues Cristo vino a nuestro mundo. Piensen en la forma en que la encarnación le habla a nuestras necesidades de comunicación. Él valoró tanto que comprendiéramos que se identificó con nosotros haciéndose uno de nosotros. Jesús no se mantuvo alejado en los cielos observando nuestras luchas. Él vino a nosotros; se hizo carne como nosotros. Tuvo una forma de pensar humana. Experimentó todo lo que nosotros experimentamos sin haber pecado una sola vez. Vivió en nuestro mundo y es capaz de verlo a través de nuestros ojos. Hebreos 2 nos recuerda que él tuvo que hacerse igual a sus hermanos en todo aspecto; tuvo que identificarse completamente con nosotros para que pudiera redimirnos. Esto significa que él conoce nuestras luchas para escuchar. Él también, fue tentado a hablar cuando sólo debía escuchar. En Isaías 53:7 dice que, como nuestro sacrificio, él ni siquiera abrió su boca. Nuestro Salvador tomó este desafío delante de nosotros y triunfó. Lo hizo bien. La experiencia que tuvo Jesucristo de las mismas luchas que enfrentamos nosotros para escuchar son clave. «Por haber sufrido él mismo la tentación, puede socorrer a los que son tentados» (Heb 2:18). Esto quiere decir que podemos ir a un Salvador dispuesto, capaz y poderoso en tiempos de lucha. Su experiencia de vida en nuestro mundo —como aquel que es completamente hombre y completamente Dios— lo capacita para ayudarnos frente a la tentación de hablar cuando debemos escuchar.
Este artículo fue originalmente publicado por Ligonier Ministries en esta dirección.| Traducción: María José Ojeda