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¿Qué rol jugó la predicación expositiva en la Reforma?
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¿Qué rol jugó la predicación expositiva en la Reforma?

Es casi seguro que el cambio práctico más impresionante en el tiempo de la Reforma fue el desarrollo de la predicación expositiva en las iglesias locales.

La predicación previa a la Reforma

En los siglos previos a la Reforma, la predicación había sido una práctica en continuo descenso. Eclipsada por la misa y considerada no esencial por la teología del catolicismo romano medieval, la predicación había perdido la primacía que una vez disfrutó en los días de la primera iglesia post-apostólica. Por el siglo XV, solo un porcentaje muy pequeño de personas podía esperar escuchar a su sacerdote predicarles con regularidad en su iglesia parroquial local. El reformador inglés, Hugh Latimer, hablaba de «personas fresas» que, como las fresas, aparecían una vez al año. Aún entonces, la homilía frecuentemente era entregada en latín, incomprensible para las personas (y, quizás, para el sacerdote). En cuanto al contenido de estas raras exquisiteces, era muy improbable que se acercaran un poco a la Escritura. Gran parte del clero simplemente no tenía el conocimiento Escritural para intentarlo. Al contrario, como escribió Juan Calvino, los sermones previos a la Reforma usualmente estaban divididos según este patrón básico: La primera parte estaba dedicada a esas neblinosas preguntas de las escuelas que podrían pasmar al pueblo sin educación; la segunda, contenía tiernas historias o especulaciones entretenidas, que mantenían a la audiencia atenta. Solo un par de expresiones eran lanzadas desde la Palabra de Dios, que por su majestad podrían haber conseguido reconocimiento para estas frivolidades. Como resultado, la ignorancia de la Palabra y del Evangelio de Dios era profunda y generalizada.

La predicación de la Reforma

En un llamativo contraste, la Reforma hizo al sermón el punto central de la adoración regular de la iglesia y lo enfatizó arquitectónicamente por medio de la centralidad física y la notoriedad del púlpito. Aunque hoy tendemos a pensar en los principales reformadores como teólogos (y por lo tanto, no como predicadores), fue la predicación (especialmente la predicación expositiva) lo que normalmente definía y levantaba gran parte de su ministerio. En Wittenberg, por un cuarto de siglo, Lutero predicó la Biblia, por lo general al menos dos veces los domingos y tres veces cada semana. En Zúrich, la Reforma en realidad comenzó el de 1 enero de 1519, cuando Zwinglio anunció desde el púlpito de la Grossmünster que en lugar de llenar sus sermones con pensamientos de los teólogos medievales, él predicaría a su manera el Evangelio de Mateo verso a verso. Cuando terminó, continúo haciendo lo mismo con todo el Nuevo Testamento. En Ginebra, Calvino pasó mucho de su tiempo predicando: dos veces los domingos (Nuevo Testamento) y, semana por medio, cada día de la semana también (Antiguo Testamento), cada vez por alrededor de una hora.

Sin Palabra no hay iglesia

No es difícil ver por qué la predicación expositiva era tan intrínseca a la Reforma y también por qué marcó una característica de los ministerios personales de los reformadores. Fue a través de la Palabra de Dios que Lutero escuchó por primera vez el mensaje del Evangelio que da alegría. Uno de los primeros reformadores ingleses, Thomas Bilney, descubrió a primera lectura que «la Escritura comenzó a ser más agradable para mí que la miel o que el panal». Este anhelo, entonces, era que muchos otros pudieran, como Lutero dijo: «agarrar y saborear la clara y pura Palabra de Dios y aferrarse a ella». Más escribió Calvino: la iglesia «no puede llevarse a la solidez o continuar en un buen estado, a menos que sea por medio de la predicación de la Palabra». De hecho, en la Confesión Luterana de Augsburgo (y aquí hablaría por toda la corriente principal de la Reforma) la iglesia se define precisamente al estar en un lugar donde la Palabra de Dios es predicada puramente y donde los sacramentos son debidamente administrados. La iglesia es la criatura de la Palabra de Dios; por consiguiente, sin palabra predicada no hay iglesia. Ya sea en Alemania, Suiza, Inglaterra u otro lugar, la predicación expositiva de la Palabra de Dios era la real sala de máquinas de la Reforma. Allí dentro se encuentra el desafío y el ánimo para todos los que hoy se ven a sí mismos como herederos de la Reforma. Cuando leemos todas esas horrorosas estadísticas sobre el cambio y el declive de la iglesia actual, es fácil perder la confianza en la simple predicación de la Palabra. Es tentador mirar a otro lugar para encontrar la fórmula milagrosa. No obstante, hace más de 500 años, la Reforma manifestó el sorprendente poder transformador de la exposición Escritural regular y clara. Tenemos como evidencia histórica que no existe nada inevitable para el descenso de la iglesia. La oscuridad espiritual de nuestro tiempo puede ser revisada y se puede volver atrás. Hace más de 500 años, fue así y por medio de la misma Palabra que no ha perdido nada de su poder inexorable.
Este recurso fue publicado originalmente en 9Marks. | Traducción: María José Ojeda
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Cuando el temor es pecaminoso
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Cuando el temor es pecaminoso

Características comunes del temor

Todos conocemos el temor. Cuando experimentas temor, tu cuerpo reacciona: sientes la descarga de adrenalina a medida que tu corazón aumenta la frecuencia de sus latidos, se acelera tu respiración y tus músculos se tensan. A veces eso puede ser intensamente divertido: piensa en la emoción de una montaña rusa o de un gran juego. A veces puede ser aterrador cuando te atrapa por completo el pavor al punto de que no puedes pensar, solo temblar, sudar y preocuparte. Detrás de esas experiencias se encuentran pensamientos comunes. Nuestros diferentes temores tienen características comunes, un ADN en común. Sin embargo, es importante reconocer que existen diferentes tipos de temor. La confusión en este punto es letal. Considera, por ejemplo, cómo algunos cristianos ven la falta de reverencia y asombro de Dios en nuestras iglesias y parecen pensar que la respuesta es hacer que las personas le tengan miedo a Dios. Como si nuestro amor por Dios necesitara ser modulado mediante tenerle miedo. La Escritura habla de manera diferente. Toma, por ejemplo, Éxodo 20, cuando el pueblo de Israel se reunió en el Monte Sinaí:
Todo el pueblo percibía los truenos y relámpagos, el sonido de la trompeta y el monte que humeaba. Cuando el pueblo vio aquello, temblaron, y se mantuvieron a distancia. Entonces dijeron a Moisés: «Habla tú con nosotros y escucharemos, pero que no hable Dios con nosotros, no sea que muramos». Moisés respondió al pueblo: «No teman, porque Dios ha venido para ponerlos a prueba, y para que su temor permanezca en ustedes, y para que no pequen». (Éxodo 20:18-20 [énfasis del autor])
Moisés estableció aquí un contraste entre tenerle miedo a Dios y temerle a Dios: los que le temen, no deben tenerle miedo. Sin embargo, usa la misma palabra «temor». Evidentemente, hay un temor de Dios que es deseable y hay un temor de Dios que no lo es. Veamos ahora los diferentes tipos de temor de Dios que encontramos en la Escritura.

Temor pecaminoso

El primer tipo de temor de Dios es condenado por la Escritura. He sentido la tentación de llamarlo «temor equivocado»; sin embargo, hay un sentido en el que es bastante correcto que los no creyentes le tengan miedo a Dios. El santo Dios es terrible para aquellos que están lejos de Él. En lugar de eso, lo llamo «temor pecaminoso», ya que es un temor de Dios que fluye del pecado. Este temor pecaminoso de Dios es el tipo de temor que Santiago nos dice que sienten los demonios cuando creen y tiemblan (Stg 2:19). Es el temor de Adán cuando pecó por primera vez y se escondió de Dios (Gn 3:10). El temor pecaminoso te aleja de Dios. Este es el temor del no creyente que odia a Dios, que teme ser expuesto como pecador y que por eso huye de Dios. Este es el temor de Dios que se enfrenta al amor a Dios. Es el temor que tiene su raíz en el corazón mismo del pecado. Temiendo y alejándose de Dios, ese temor genera la duda que racionaliza la incredulidad. Es el motor tanto del ateísmo como de la idolatría, e inspira a las personas a inventar «realidades» alternativas en el lugar del Dios viviente. Considera, por ejemplo, al fallecido Christopher Hitchens, uno de los «cuatro jinetes» del «Nuevo Ateísmo» de comienzos del siglo XXI. Hitchens prefirió describirse a sí mismo como un «antiteísta» debido a que se oponía a la mismísima posibilidad de la existencia de Dios. No obstante este antiteísmo, él tenía claro, estaba motivado por un temor de Dios. Cuando Fox News le preguntó lo que pensaba sobre la posibilidad de la existencia de Dios, él respondió:
Creo que sería bastante horrible si fuera cierto. Si existiera una supervisión y vigilancia divina permanente, total y las 24 horas del día de todo lo que haces, nunca tendrías un momento de vigilia o sueño en el que no estuvieras siendo observado, controlado y supervisado por alguna entidad celestial desde el momento de tu concepción hasta el momento de tu muerte… Sería como vivir en Corea del Norte[1].

Malinterpretando a Dios

Hitchens malinterpretó trágicamente a Dios y por eso temía a Dios. La experiencia de Christopher Hitchens muestra que este temor pecaminoso que huye de Dios surge en buena parte de malinterpretarlo. El siervo infiel en la parábola de Jesús de las diez minas muestra exactamente este problema cuando injustamente se queja ante su amo: «pues a usted le tenía miedo, porque es un hombre exigente, que recoge lo que no depositó y siega lo que no sembró» (Lc 19:21). Él no ve nada de la bondad de su amo: en su miopía, el gran hombre es solo severidad mezquina, por lo que el sirviente simplemente tiene miedo. Esta es la ceguera que Satanás ama infligir sobre nuestro entendimiento de Dios. Satanás presenta a Dios como pura amenaza. Porque, cuando percibimos a Dios de esa manera, huimos de Él con temor. Sin embargo, aunque este temor aleja a las personas de su Creador, no siempre las aleja de la religión. Al presentar a Dios como duro y terrible, este temor le da a la gente la mentalidad de un esclavo reacio que obedece a su amo, no por amor, sino simplemente por miedo al látigo. Por miedo servil, la gente realizará todo tipo de deberes para apaciguar a un Dios que secretamente desprecian. A los ojos de todo el mundo pueden parecer cristianos devotos y ejemplares, aunque más bien son faltos de gozo.

El pavor a la santidad

Otra parte de este temor pecaminoso es el temor a abandonar el pecado, o lo que podríamos llamar el pavor a la santidad. C. S. Lewis exploró esta idea en El gran divorcio, una historia que comienza en el pueblo gris (el infierno). Si bien allí todos tienen miedo a la oscuridad, pocos se atreven a subir al autobús que lleva al cielo, porque tienen aún más miedo de la luz. Mientras que la oscuridad envuelve horrores sin nombre, la luz da más terror porque los expone. Cuando el autobús llega a la brillante belleza de la pradera celestial, una de las almas espectrales del infierno grita: «No me gusta… ¡Esto me fastidia terriblemente!»[2]. Luego llega la Gente Sólida, los residentes del cielo, a lo cual, Lewis escribe, «dos fantasmas empezaron a gritar y corrieron en busca del autobús»[3]. Su mismo esplendor es aterrador para los espectros encogidos del infierno.
¡Márchese! —gritó el Fantasma—. ¡Márchese! ¿No se da cuenta de que quiero estar sola? Pero usted necesita ayuda, dijo el Espíritu Sólido. Si conserva un mínimo sentido de la decencia —replicó el Fantasma—, se mantendrá alejado. No quiero ayuda. Quiero que me dejen en paz[4].
El miedo, para los fantasmas, es darse cuenta de que para morar en el cielo deben renunciar a su «dignidad» o autodependencia, su miseria, su ira, sus quejas. No pueden imaginar estar sin las mismas cosas que los deforman y les impiden la felicidad, y se estremecen ante la perspectiva de la liberación y la purificación. Su miedo es una lucha contra el gozo. Es un miedo a la luz y una negativa a dejar ir la oscuridad. Es la propia riqueza y energía de la vida pura del cielo lo que es tan abrumador y temible para los fantasmas. Harán casi cualquier cosa para evitarlo. Los pecadores prefieren sus tinieblas y cadenas a la luz y a la libertad del cielo, y por eso temen su santidad.

Temor pecaminoso en cristianos

Lamentablemente, los cristianos no son inmunes a este temor pecaminoso. Las malas enseñanzas, los tiempos difíciles y las acusaciones de Satanás pueden alimentar este temor a Dios. ¿Qué herbicida podemos usar? El trabajo del diablo es promover un temor de Dios que hace que las personas le tengan miedo a Dios de tal manera que quieran huir de Dios. La obra del Espíritu es exactamente lo contrario: producir en nosotros un maravilloso temor que nos conquista y nos acerca a Dios.

Este artículo es una adaptación de What Does It Mean to Fear the Lord? [¿Qué significa temer al Señor?] por Michael Reeves.

Este artículo fue publicado originalmente en inglés y traducido con el permiso de Crossway.
[1] Christopher Hitchens, entrevista con Hannity & Colmes, Fox News, 13 de mayo de 2007. [2] C. S. Lewis, El gran divorcio (Madrid: Ediciones Rialp, 2017), 34. [3] Ibid., 37. [4] Ibid., 63.