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Photo of El gozo y la seguridad del ama de casa soltera
El gozo y la seguridad del ama de casa soltera
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El gozo y la seguridad del ama de casa soltera

En el verano del año 2010, un matrimonio me dijo trece palabras que cambiaron mi vida. Todo comenzó con una mesa. Tenía 29 años y por fin me había mudado a una casa en donde pude desempacar mis libros, colgar cortinas y dejar que las plantas de interior tomaran una mejor apariencia. En la entrada principal tenía un terraza con tres pilares en los que colgué una hamaca y luces blancas y puse algunas plantas en macetas: era mi hogar. Vivía en esa terraza, dormía siestas en la hamaca y entablaba conversaciones con los transeúntes. Allí compartí comidas alrededor de una antigua mesa que adquirí por 40 dólares y algo de trueque. Era una mesa perfecta: redonda, pesada, antigua, hermosa, con un pie central. Era el tipo de mesa que planeaba tener para los años que vendrían. Cada noche, mis amigos se reunían alrededor de ella, incluso personas de varias religiones. Preparábamos la cena o cada uno traía la suya. Nos reíamos, discutíamos, conversábamos, llorábamos, orábamos y compartíamos. Durante todo ese año, mi corazón estuvo destrozado, pero alrededor de esa mesa comenzó a sentirse pleno. Entonces, Dios aclaró que esa plenitud interior que anhelaba no se hallaría en torno a esa mesa, en esa terraza, en esa casa del norte del estado de Nueva York. La encontraría, en parte, al mudarme miles de kilómetros hacia Texas —un lugar que a primera vista odié y que aún me cuesta amar—. Antes de mudarme, comencé a anotar y a hacer un inventario de lo que necesitaría vender, llevarme o guardar, y todo dependía de esa mesa: la amaba. En mi mente, si me quedaba con ella, podría usarla como justificación para guardar o llevar todo lo demás. De otro modo, sólo vendería todo y sacudiría el polvo de mis zapatos. Una noche estaba con algunos amigos y uno de ellos me dijo las palabras que cambiaron mi vida: «Debes amar a Jesús y a las personas más que a las cosas». Esas trece palabras comenzaron a traspasar los cúmulos de temor bajo los cuales había vivido durante una década. Me había convertido en la personificación de Romanos 1:25: adoraba a los seres creados antes que al Creador. Cuando una mujer no está casada puede verse tentada a hacer dos cosas: La primera de ellas es construir una vida de seguridad, comodidad y control. Comprar una casa y llenarla con todas las comodidades de la vida moderna, muebles caros y vajilla valiosa. Puede ser tentador vivir de tal forma que atesoremos nuestro hogar más de lo que valoramos el evangelio en nuestro hogar. Nos mantenemos ocupadas con el próximo proyecto de «hágalo usted mismo». Atesoramos la seguridad que viene de lo que sentimos que podemos controlar. Nos parecemos un poco a Sara con su criada Agar: dudamos que el Señor conozca nuestros deseos más profundos y le arrojamos algo enfrente en un esfuerzo desesperado por controlar nuestras vidas. «¿ no me darás un esposo y una familia? ¡Bien! ¡Contigo o sin ti, aun así yo voy a tener la casa y la seguridad que quiero!» La segunda tentación es postergar una vida de servicio hospitalario en que amemos a nuestro prójimo de buena forma. No invertimos en un set de cuchillos ni en platería, no compramos ropa de cama para una cama de visitas o no nos esforzamos por poner la mesa para los invitados. Nos enorgullecemos tan poco de nuestra casa porque tememos que, si comenzamos a amar nuestro hogar y lugar en la vida, sellaremos nuestro destino convirtiéndonos definitivamente en solteronas. Sentimos tan intensamente la esterilidad que acompaña a la soltería que somos tentadas a dejarla permear cada área de nuestra vida. Una de las partes más difíciles y hermosas de la soltería es que debemos preocuparnos de las cosas del Señor y de cómo agradarlo (1 Co 7:34). A veces, la forma de agradarlo más es siendo flexibles con nuestros recursos y, con ello, viene una falta casi inevitable de seguridad en las cosas pasajeras. Sin embargo, también trae consigo un hermoso llamado a servir completamente al Señor dondequiera que estemos. Vendí la mesa en 20 dólares. Al final, vendí todo excepto lo que cupo en mi auto de dos puertas. Cuando me fui de Nueva York, lo hice con una sensación de expectación, una visión de lo que venía y un profundo deseo de atesorar el evangelio más de lo que atesoro cualquier otra cosa. Fue la decisión más fácil que pude haber tomado, pero tardé diez años en hacerlo. El Señor hizo que me mudara a un lugar donde la seguridad económica y las casas son el dios de la cultura local. Sin embargo, el Señor también me llevó a la tierra de los vivientes al entrar por la puerta principal de mi casa. Aprender a adorar al Creador antes que a mis cosas me da gozo y trae consigo una sensación perdurable de seguridad. Mi hogar es un lugar en donde nada tiene posesión de mí: ni mi tiempo ni mis cosas tienen posesión de mí. Sólo le pertenezco al Señor: Él me ata a sí mismo en un gozo pleno y una seguridad completa. Él es mi Mesa y mi Banquete, mi Comodidad y mi Hogar.