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Él te ama aún más de lo que yo te amo

Mis amados hijos: Por nueve meses, tu mundo comenzó y terminó en los contornos de mi vientre. Comenzaste a mover tus extremidades en un mar limitado que se movía dentro de mí, un espacio que era mío, pero que yo nunca vería. Explorabas todos los días. Te movías a medida que los haces de luz te tocaban en medio del ámbar silencioso en el que te encontrabas. El latido de mi corazón te arrullaba para que te quedaras dormido. Con cada suave patadita, me acercabas más a ti. Encendiste dentro de mí un amor que no se compara en absoluto a las divagaciones empalagosas que traen las tarjetas románticas; sino más bien, brotaba desde una firme roca, desde las profundas raíces de un fuerte árbol. No hay vasija que pueda contenerlo ni río que pueda extinguir su fuego. No obstante, yo solo te llevé en mi vientre, el Señor fue quien te hizo (Sal 139:13-16). Antes de yo saber que existirías, él entrelazó las hebras de tu ADN y ordenó al conjunto de tus células formar espirales (Jr 1:5). Él formó tu corazón, forjó sus ventrículos e inició el ritmo de toda su vida. Mientras observaba las ecografías y soñaba imaginándome cómo sería tu nariz, él esculpía tu rostro (Gn 1:26-27). Él provocó tu sinapsis y te inundó con aliento de vida (Gn 2:7). Luego, él te entregó (rojito, maravilloso y gritón) en mis brazos y me ordenó, «enséñale diligentemente» (Dt 6:7). Él conoce cada capricho que tienes; también, cada una de las huellas digitales en tus manos. Él reina sobre cada nube que hay sobre ti, sobre cada ola en la que te aventuras (Mt 10:30; Sal 139:1-12). Cuando tropieces en este mundo, ve cómo su obra te envuelve. Las manos que hicieron los hoyuelos en tus mejillas y dieron forma a tu mentón parecido al mío, también apiló al Monte Everest hacia el cielo. El borda el cielo con estrellas y detiene al mar en su arremetida contra la tierra (Job 38:8-11, 31-33). Toda la creación susurra su gloria (Ro 1:19-20). Maravíllate ante su obra. Estúdiala. Busca diariamente la sabiduría y la verdad. Busca conocerlo (Pr 1:2-7; 9:10). Graba la palabra del Señor en tu corazón (Dt 6:6-9). Deja que ella te guíe como un faro en la oscuridad. Aun cuando su bondad te envuelve, el sufrimiento vendrá. El pecado tapará la luz (Ro 6:23). La muerte, la enfermedad, las ruinas de la tempestad y los marcos macabros de la hambruna te harán sufrir. La soledad te vaciará. Te apartarás del bien hasta que tu espíritu se quebrante y descubras solo frustración (Ro 7:21). Andarás a tientas en las sombras y en tu desolación clamarás, «¿Hasta cuándo, Señor…?» (Sal 35:17). Incluso yo voy a fallarte. Voy a responderte con amargura cuando anheles cariño (Pr 15:4). Mi magia se desvanecerá y mis besos ya no sanarán. Cuando supliques rescate, querré salvarte con ansias, pero mi propio quebranto solo gritará pidiendo vida. La injusticia nos paraliza a todos (Ro 3:23; Sal 53:3). Mi vida, refúgiate en él (Sal 18:2). Tus propias manos flaquearán y el mar erosionará las rocas sobre las cuales estás, pero la palabra del Señor perdura para siempre (1P 1:25); Lc 21:33). Las ciudades decaerán, los continentes se desmenuzarán y las memorias se desvanecerán; sin embargo, el amor de Dios permanece inquebrantable (Sal 136:1). Él expulsa las tinieblas e inunda a la tierra de aurora (1Jn 1:5). En él encontrarás descanso. En él, reside la vida, la renovación y la paz (Jn 6:35; Mt 11:28). Él hace todas las cosas nuevas y limpia cada lágrima de los ojos (Ap 21:4-5). Cuando pierdas las esperanzas, recuerda que el Señor se acerca en la debilidad (Sal 24:18). Cuando el mundo te aplaste, él te sostiene en su abrazo (Mt 5:3). Él ha vencido al mundo y no existe poder que pueda arrancarte de sus brazos (Jn 16:33). Él perdona tus pecados por medio de Cristo Jesús y, por lo tanto, ningún enemigo, catástrofe, desamor o maldad puede separarte de su amor (1Jn 2:12; Ro 8:38-39; Sal 139:1-6). Mi devoción por ti brota desde inmensas profundidades; no obstante, en comparación al amor que Dios tiene por ti, el mío falla. Él te formó, él te conoce y él te atesora con tanta ferocidad que él dio a su único Hijo para que puedas tener vida eterna en él (Jn 3:16). Su amor es totalmente incondicional, paciente, amoroso y no es jactancioso (1Co 13:4.10). Te alcanza cuando dibujas en la pared y cuando construyes tu primer castillo. Te protege cuando vislumbras por primera vez la angustia de la muerte y cuando estás bajo el efecto embriagador de tu primer amor. Su amor te sigue a donde quiera que vayas. Ya sea que grites su nombre en adoración o clames a él en desesperación, su amor por ti permanece (Sal 22:1-5; 150). Como él te ama, tú ama a todo aquel que cruce su vida con la tuya (Jn 13:34-35; 1Jn 4:7-21). Toda persona en la tierra, que anda por la orilla de la playa o cruza la sabana, que baja por un callejón o camina sobre un glaciar, lleva la marca de Dios en él. El Señor crea a todos a su imagen. Hónralos como te honrarías a ti mismo, no solo con palabras y sentimientos, sino que con servicio y acción (1Jn 3:16-18). Adora al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas (Mr 12:30-31). A través de cada susto, alegría y maravilla en la vida, recuerda cómo él te valora. Recuerda cómo te amó antes de tus primeros saltos en el vientre, antes de tu primer respiro, incluso antes de que el tiempo comenzara.
Kathryn Butler © 2017 Desiring God. Publicado originalmente en esta dirección. Usado con permiso. | Traducción: María José Ojeda
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Qué no decirle a alguien que está hospitalizado
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Qué no decirle a alguien que está hospitalizado

«Si alguien más me dice que tome infusión de hierbas, perderé el control». Al principio me reí, pero su endurecida expresión me silenció. Se inclinó hacia adelante con sus manos temblorosas contra la mesa para comer del hospital, su rostro se retorcía en frustración. «Estoy hablando en serio» —dijo—. «Creo que las personas no saben qué decir e intentan ayudar. Pero comentarios como ese empeoran las cosas. La infusión de hierbas no va a curar esto». Extendió su mano, apuntó al tanque de oxígeno, a los tubos de silicona que serpenteaba desde su nariz y a los inhaladores apilados sobre la mesa para comer de la habitación. Su respiración silbante empeoró; sus conductos de aire, inflamados y heridos por la enfermedad, parecían apretarse con cada respiración. La infusión de hierbas no arreglaría esto.

Cómo ministrar a quienes están enfermos

Ministrar a quienes están enfermos nos permite amar a nuestros prójimos en sus momentos de profundo sufrimiento, y al hacerlo, reflejamos la misericordia de Dios (Mr 12:21; Stg 5:13-15). A pesar de todo sus elementos modernos, ministrar a los enfermos se remonta a los paseos de Jesús entre multitudes rebeldes, cuando su toque y sus oraciones sanaban aflicciones de toda una vida (Mt 8:2:2-3; 14-15; 9:20-25; 14:35-36; Lc 4:40; 6:18-19). Cuando se realizan con gracia, esas visitas ofrecen hermosas oportunidades para el discipulado cristiano. Desafortunadamente, demasiado a menudo la torpeza traspasa nuestros esfuerzos por ayudar a los enfermos. Ver a alguien que amamos luchando sacude nuestra compostura. Los aparatos médicos nos son extraños y los destellos de la mortalidad nos desconciertan. En nuestra inquietud y en nuestra desesperación por arreglar la situación, podríamos llenar el silencio con consejos o temas que desaniman a aquellos que buscamos animar. Como médico y como amiga, he fallado tristemente en esta área, a menudo al decir lo incorrecto y presenciando el efecto infeliz. El diálogo abierto con aquellos que me aguantaron me ha revelado puntos que debo recordar. Cuando abrimos la ventana junto a la cama, las siguientes sugerencias sobre qué no decir podrían ayudar a fortalecer a aquellos que buscamos amar, en lugar de destrozarlos.
1. «¿Sabes lo que debes hacer? Debes intentar...»
Una visita a un amigo en el hospital no es el mejor momento para recomendar terapias de las que te enteraste en Pinterest o por tu primo en tercer grado. La hospitalización implica una enfermedad complicada e involucra una lluvia de monitoreo, exámenes invasivos y una multitud de profesionales de la salud. La mayoría de las personas se sienten abrumadas, exhaustas y asustadas en ese ambiente y sugerir un remedio casero o un medicamento sin receta como solución puede ser degradante. Deja la infusión de hierbas en casa.
2. «No te preocupes. Vas a estar bien»
A menos que tengas un conocimiento clínico profundo sobre la situación de tu amigo, no prometas que todo va a estar bien. La verdad es que, a pesar de tus fervientes oraciones, las cosas podrían no estar bien e insistir en lo contrario le niega el permiso a las personas a verbalizar sus miedos. Cuando un amigo está enfrentando una real amenaza de vida, las promesas vacías de recuperación pueden quitarle importancia a sus preocupaciones, abandonándola para que maneje sus pensamientos perturbadores solo. De la misma manera, evita los eufemismos militaristas como: «pelea la buena batalla». Superar la enfermedad a menudo depende de influencias que van más allá de nuestro control, más que pura tenacidad. La fisiología y células defectuosas ni las características de la personalidad, determinan la trayectoria de una enfermedad y cuando malinterpretamos la recuperación como un asunto de voluntad, igualamos el empeoramiento de una enfermedad con el fracaso personal.
3. «Sé cómo te sientes»
Incluso si has sufrido una condición médica similar, no supongas saber exactamente cómo se siente tu amigo. Las historias de enfermedades no son universales. La experiencia de una enfermedad determinada difiere entre personas por la influencia de temperamentos, valores, miedos y experiencias pasadas. En lugar de asegurarle a tu amigo que puedes comprenderlo, pregúntale cómo se siente; escúchalo y empatiza con él. Deja que el centro esté en tu amigo, no en ti.
4. «Avísame si es que puedo ayudar de alguna manera»
Este parece una afirmación benigna y quizás incluso útil a primera vista. No obstante, el peligro se esconde en la frase. En primer lugar, suena poco sincero; en segundo lugar, exige que un amigo enfermo y que ya está abrumado determine cómo tú puedes ser de ayuda. Quienes están hospitalizados necesitan ayuda. Necesitan comunidad y recordatorios de que su enfermedad no los define. Necesitan personas que lidien con las responsabilidades comunes y corrientes de la vida que siguen andando mientras ellos están varados en el hospital (las cuentas que comienzan a acumularse, los platos vacíos de sus mascotas, el jardín del patio que se está marchitando). No obstante, la carga de delegar la ayuda no debe recaer sobre quien está sufriendo en el hospital. No le pidas a un amigo que te contacte si es que te necesita. Piensa en lo que podría necesitar, toma la iniciativa y  ofrécete como voluntario. Mejor aún, sé un amigo amable para quien no existen las barreras de petición.
5. «¡Te ves muy bien/terrible!»
Comentarios sobre la apariencia reflejan nuestras propias nociones preconcebidas en lugar del progreso real de un amigo enfermo. En el mejor escenario, entregan un poco de consuelo; en el peor, denigran. Cualquiera sea el ángulo, hablar sobre la apariencia física podría disuadir a un amigo de decirte cómo realmente está. Verse muy bien y sentirse muy bien son cosas aparte.

Seis maneras en las que puedes ayudar

Aquellos que están luchando con la enfermedad necesitan desesperadamente recordatorios de la gracia de Dios. Escuchar y oír, en lugar de opinar y hablar, son herramientas más efectivas para testificar el Evangelio en un contexto de hospital. Las siguientes lecciones me han ayudado a guiarme junto a camas de hospital.

1. Ora

Cubre a tu amigo enfermo en oración. Ora con él; ora por él. Asegúrale que regularmente lo levantas en oración a nuestro Señor resucitado, quien hace nuevas todas las cosas.

2. Practica el ministerio de la presencia

En algunos días, un amigo podría necesitar tratar sus preocupaciones contigo; en otros, podría simplemente apreciar la compañía sentada junto a él mientras ve televisión. En todos los casos, apunta a seguirlo y apoyarlo en lugar de querer arreglarlo. Está disponible, escucha lo que dice y sé comprensivo. Está con tu amigo porque lo amas por ser un único y asombrosamente hecho portador de la imagen de Dios que él mismo formó. Trátalo como a un hermano en Cristo más que como un proyecto.

3. Ten en cuenta sus necesidades por sobre las tuyas

Luchar con la enfermedad es agotador. No hagas visitas a menos que tu amigo te haya confirmado que quiere compañía. Pon atención a sus impulsos no verbales, vete cuando parezca cansado. Pregúntale qué es útil y qué no lo es. Invítalo a decirte cuándo debes irte. Sobre todo, escucha sus necesidades. Empatiza, luego escucha un poco más. Deja que él dirija el tenor de la visita.

4. Infunde la Palabra de Dios en las visitas

Cuando se escoge cuidadosamente, la Escritura puede sacar a flote a quienes se están hundiendo en la desesperanza. Los Salmos y los himnos ejercen un poder restaurador. Este no es el momento para una exégesis prolongada y un estudio bíblico, pero pasajes cortos que destaquen la gracia de Dios y nuestra esperanza en Cristo pueden animar a un amigo que viste una bata de hospital.

5. Vete cuando llegue el médico

A menos que te pida explícitamente que te quedes, sal de la habitación cuando llegue el médico de tu amigo. El alimento diario de la práctica médica involucra preguntas delicadas y privadas y tu amigo podría sentirse incómodo si tuviera que responderlas en tu presencia. Visitar no te otorga privilegios de pariente más cercano. Respeta su privacidad. 

6. Reafirma la identidad de tu amigo en Cristo

No permitas que la enfermedad encarcele la identidad de tu amigo. Trátalo como siempre lo has tratado antes de que se enfermara. Bromea con él como siempre lo has hecho. Conversen sobre amigos en común, recuerdos favoritos (las cosas cotidianas de la vida). Nunca le hables como si la enfermedad hubiese cambiado quién es, sino que reafírmale que por medio de la fe en Cristo es renovado. Recuérdale que está libre de culpa ante el Gran Médico y es atesorado por él, quien sana al mundo por medio de sus heridas.
Kathryn Butler © 2018 Desiring God. Publicado originalmente en esta dirección. Usado con permiso. | Traducción: María José Ojeda
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El doctor podría preguntarte
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El doctor podría preguntarte

Ella se quejó cuando toqué su abdomen y en consternación retiré mi mano. El escáner mostró que sus intestinos se habían ennegrecido. Manchas de aire señalaban hendiduras en la pared intestinal por las que se filtraron bacterias a su torrente sanguíneo. Esas mismas bacterias ahora bajaron peligrosamente su presión. Sentí que un nudo apretaba mi garganta. Una operación para remover un intestino muerto era su única oportunidad para sobrevivir. Sin embargo, incluso con una operación, las probabilidades de que dejara el hospital eran escasas. Tenía una demencia avanzada y, antes de esta calamidad, estaba postrada, demacrada y su salud estaba fallando a pesar de tener cuidados las 24 horas. Su actual presión sanguínea inestable la puso en riesgo de muerte en la sala de operaciones. Si su frágil cuerpo resistía la cirugía, entonces ella hubiera tenido que luchar con un sinfín de infecciones por las bacterias que darían vueltas en su abdomen. Si pudiéramos hacerla pasar por esos obstáculos, remover esa gran parte de su intestino la dejaría crónicamente mal alimentada, condenada a la diarrea y dependiente de la alimentación administrada artificialmente que la pondría en riesgo de una falla hepática. Pude prever la larga y terrible trayectoria a la que la hubiéramos condenado si operábamos, un curso debilitante y doloroso que prometía sufrimiento, pero ofrecía un poco de esperanza de volver a su casa. Sin embargo, rechazar la cirugía significaba que su familia tendría que aceptar su inminente muerte. En un instante, sin tiempo para orar y reflexionar, tendrían que decidir si seguir adelante y arriesgar a que sufra sin beneficio o decir adiós a quien amaban. ¿Cómo podrían aguantar tal tragedia? ¿Cómo podemos tomar ese tipo de tremendas decisiones sin tiempo para procesar y considerar las opciones en oración, todo mientras nuestros corazones se rompen? Tristemente, demasiados de nosotros nos encontraremos en una situación así de angustiante.

Pedir lo imposible

Las personas que enfrentan amenazas a su vida rara vez pueden verbalizar sus propios deseos. La enfermedad grave desorienta, sufren atontados con confusión y paranoia. La tecnología médica silencia cada vez más la enfermedad, como una sonda de respiración que pasa a través de las cuerdas vocales o como los medicamentos de sedación que eliminan el habla. Cuando las enfermedades graves silencian de golpe a las personas, ellas no pueden consentir o rechazar tratamientos por sí mismos. El dilema es común, un estudio de personas sobre los sesenta años muestra que el 70 % no tuvo la capacidad de tomar decisiones por sí mismos al final de la vida. Cuando las personas no pueden dirigir su propio cuidado médico, las decisiones difíciles recaen en los miembros de la familia. Como «sustitutos que toman la decisión», nuestro rol es honrar a un ser querido como un portador único de la imagen de Dios y discernir cómo respondería si la enfermedad no le hubiese robado su voz. El proceso requiere que nosotros demos un paso al lado de nuestros propios deseos, que pongamos a un lado la agonía revolviéndose en nuestros corazones y que pensemos en los atributos únicos de aquel que nos importa. En otras palabras, nuestro objetivo es ser la voz de nuestro ser amado, responder como él lo haría si aún tuviera el poder para hablar.

Las consecuencias de esas decisiones

Cuando actuamos en nombre de un ser querido de este modo, vivimos nuestro llamado de amarnos unos a otros como Dios nos amó (Jn 13:34-35). Y sin embargo, tomar decisiones médicas urgentes por seres queridos tiene un efecto tremendo en el corazón. En las mejores circunstancias, nuestros seres queridos habrían dejado una voluntad anticipada (una voluntad en vida) previa a la enfermedad o, como mínimo, habrían discutido con nosotros en detalle sus puntos de vista sobre el sufrimiento. La lamentable verdad es que muchos no tienen estas conversaciones. Por ejemplo, solo alrededor de un cuarto de los estadounidenses dejan las voluntades anticipadas perfilando sus deseos para el fin de sus vidas. Sin tal guía, cuando golpea la tragedia, quedamos sin timón, luchando por reconstruir respuestas. Tomar decisiones de vida o muerte en nombre de nuestros seres amados paraliza a muchos con sentimientos de culpa o duda que persisten por años y que pueden avanzar hacia la depresión, a una pena complicada, a una ansiedad crónica e incluso a un trastorno de estrés postraumático. Por lo tanto, ¿cómo tomamos decisiones compasivas, que honran a Cristo respecto al cuidado de nuestros seres queridos cuando lo impensado sucede? ¿Cómo discernimos el camino correcto cuando el tiempo para reflexionar no existe y cuando la mente se planta en las ramificaciones de nuestras decisiones?

¿Cómo nos guía la Palabra de Dios?

Como con todas las facetas de la vida, la Palabra de Dios nos entrega una lámpara para nuestros pies (Sal 119:105). Apoyarse en la Palabra de Dios antes de que la calamidad nos golpee puede ayudar a guiarnos a través de los dilemas médicos urgentes con paz y discernimiento. En particular, pon atención a los siguientes principios bíblicos que nos pueden anclar cuando se levante la tempestad.
1. La vida mortal es sagrada
La vida es un regalo de nuestro Señor que debemos administrar y apreciar, glorificándolo en todo (Ex 20:13; 1Co 10:31; Ro 14:8). Somos hechos a la imagen de Dios y cada uno de nosotros tiene una dignidad y valor inherente (Gn 1:26; Sal 139:13). Lo sagrado de la vida mortal requiere que cuando luchemos con una serie de opciones médicas, consideremos aceptar tratamientos con el potencial de curar.
2. Dios tiene autoridad sobre la vida y la muerte
A este lado de la Caída, nada escapa a la muerte (Ro 5:12; 6:23). Como creyentes sabemos que la muerte no es el fin, y mientras esperamos el regreso de Cristo, cae sobre todos nosotros. Cuando nos cegamos a nuestra propia mortalidad, ignoramos que nuestros tiempos están en sus manos (Sal 31.15; 90:3) y hacemos caso omiso de la verdad de que nuestro Señor obra a través de todas las cosas (incluso de la muerte) para el bien de aquellos que lo aman (Jn 11; Ro 8:28).
3. Somos llamados a amarnos unos a otros
Dios nos llama a amar a nuestros prójimos como a nosotros mismos y a servir al afligido (Mt 22:39; Jn 13:34; 1Jn 3:16-17). Así como Dios nos amó, también nosotros debemos extendernos en empatía y misericordia los unos a los otros (Lc 6:36; 1P 3:8; 1Jn 4:7; Ef 5:1-2). Mientras que la misericordia nunca justifica tomar una vida activamente (como en el suicidio asistido por un médico o la eutanasia), sí nos lleva lejos de las intervenciones agresivas y dolorosas si tales medida son vanas. Buscar tratamientos en tales circunstancias sería como correr tras el viento (Ec 1:14) y descartar nuestra única y verdadera esperanza: Cristo crucificado (1T 4:10; 1P 1:3). La Escritura no nos obliga a correr tras intervenciones médicas si el tormento que causan excede al beneficio anticipado.
4. Nuestra esperanza se encuentra en Cristo
Como discípulos de Cristo, ¡no necesitamos temer a la muerte! Aún si nuestras vidas se acercan al fin, apreciamos la promesa de la nueva vida (Sal 23:4; 1P 1:3-4; 1Ts 4:13-18; 2Co 4:17-18). Descansamos seguros en el sacrificio de Cristo por nosotros y en la impresionante profundidad de su amor (Ro 8:38-39: Jn 11:25-26). La resurrección de Cristo transforma a la muerte de un evento al que se le debe temer a en un instrumento de la gracia de Dios a medida que nos llama a casa en el cielo. La Palabra de Dios nos guía para preservar la vida cuando la enfermedad es recuperable, a aceptar la muerte cuando llegue y a extender compasión y misericordia hacia quienes sufren. Estos principios nos guían para buscar tratamientos cuando ofrecen esperanza de recuperación, pero no nos obligan a someternos a intervenciones que prolonguen la muerte o provoquen sufrimiento sin beneficio. Nuestra mayor esperanza sustituye cualquier tecnología médica: brota de nuestra fe en Cristo y de la gracia impartida a nosotros a través de su sacrificio y resurrección (Sal 124:8).

Preguntas para hacerle al doctor

Una vez equipados con los princípios bíblicos mencionados, el próximo paso para navegar los dilemas médicos es desempacar la situación clínica directamente. La primera tarea es determinar si el tratamiento ofrece una promesa de recuperación o solo la dilatación de la muerte. Para lograr ese discernimiento, podemos preguntarle al equipo médico las siguientes preguntas:
  • ¿Cuál es la condición que amenaza la vida de mi ser amado?
  • ¿Por qué es de vida o muerte?
  • ¿Cuál es la probabilidad de recuperación?
  • ¿Cómo influyen las condiciones médicas previas de mi ser querido en la probabilidad de su recuperación?
  • ¿Los tratamientos disponibles pueden curarlo?
  • ¿Los tratamientos disponibles empeorarán el sufrimiento con pocas opciones de beneficios?
Estas preguntas son básicas y pueden explorarse brevemente en una situación de emergencia. En todas las circunstancias, la pregunta clave es esta: ¿es reversible el proceso de vida o muerte? Cuando la recuperación es posible, los mecanismos de apoyo de órganos podrían ofrecer vida y buscar un tratamiento es apropiados. Por el contrario, cuando una enfermedad no puede curarse o incluso mejorar, las medidas agresivas (cirugía, reanimación cardiopulmonar, respiradores artificiales y más) pueden provocar un sufrimiento innecesario. Cuando la eficacia del tratamiento es ambiguo, nuestra tarea se hace más difícil. Estos momentos exigen la mayor valentía, paciencia y comprensión de nuestra parte, incluso cuando nos revolvemos en el dolor. El objetivo es escuchar la voz de nuestro ser querido, discernir qué tratamientos no soportaría y qué aceptaría a pesar del perjuicio de su comodidad, independencia y estilo de vida. Tal acercamiento necesita que veamos a nuestros seres amados como Dios los ve: amados, perdonados, maravillosamente creados y únicos, sin ningún igual exacto en la tierra (Sal 139:13-14; Ef 1:7; Jn 3:16; Ro 8:35).

Preguntas para hacernos a nosotros mismos

A medida que la responsabilidad pasma nuestras mentes, otra serie de preguntas nos puede guiar:
  • ¿Qué le importa a mi ser amado? ¿Qué lo mueve en su vida?
  • ¿Qué comentarios ha hecho en el pasado respecto al cuidado al final de la vida, si es que los ha hecho?
  • ¿Cuáles son sus objetivos? ¿Para su vida en general?
  • ¿Qué está dispuesto a soportar para alcanzar esos objetivos? ¿Qué no estará dispuesto a enfrentar?
  • ¿Qué tan bien ha tolerado el dolor mi ser querido en el pasado? ¿La dependencia? ¿La situación de discapacidad? ¿El miedo?
  • Si pudiera hablar por sí mismo, ¿qué diría sobre su situación actual?
Esas preguntas, que abren camino para los atributos y valores únicos de quienes están a nuestro cuidado, a menudo requieren tranquilidad y tiempo para explorar. En una situación de emergencia, sin embargo, esos lujos se evaporan. Nuestras mentes corren para procesar toda la información arrojada a nosotros, en terminología que no entendemos, mientras nuestras emociones turbulentas nublan nuestra mente. Armar un plan bajo esa presión, parece imposible.

Persevera en amor y en oración

Idealmente, gestionamos la situación para revisar el caos y discernir el camino claramente, basados en lo que un ser querido nos ha dicho en el pasado. Sin embargo, si, en el torbellino de la enfermedad crítica de un ser querido, no estamos seguros, es apropiado aceptar tratamientos en el momento y luego, cuando las cosas se calmen, meditar más a conciencia cómo proceder. Afortunadamente, en Cristo somos perdonados y Dios es soberano incluso sobre esos terribles momentos. Nuestra responsabilidad como personas subrogadas que toman decisiones pueden parecer demasiado abrumadoras de soportar. Sin embargo, cuando escuchamos la voz de nuestro ser querido que ha sido silenciado, lo honramos y lo amamos. Al hacerlo, también honramos a Dios el Padre. Aunque la carga amenaza con aplastarnos, cuando perseveramos en amor y en mucha oración para apoyar a nuestros seres queridos en sus momentos críticos, vivimos el Evangelio.
Kathryn Butler © 2019 Desiring God.Publicado originalmente en esta dirección. Usado con permiso.
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Incluso en la UCI
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Incluso en la UCI

Cada día, los círculos rojos del mapa se amplían a medida que el coronavirus se traga países completos. La cuenta total de casos ahora excede los tres millones. En momentos durante las últimas semanas, el virus reclamó las vidas de dos mil personas por día en Italia, España y los Estados Unidos, y en total ha matado doscientas mil personas. Cada uno de esos puntos de datos representa a una madre o un padre, una hija o un hijo. Más de doscientos mil portadores de la imagen de Dios, cada uno con sueños, ambiciones, amores y esperanzas, que ahora se han ido. Como muchos de los profesionales de la salud retirados, he vuelto a unirme al personal para ayudar a medida que van surgiendo casos de coronavirus. A medida que me muevo entre días inmersa en libros con mis hijos y noches en las que ayudo a personas a aferrarse a la vida, los rostros y los nombres que hay detrás de los números dan vueltas en mi mente. ¿Cuántos darán su último respiro bajo mi supervisión? ¿Cuántos de ellos estarán solos cuando eso suceda? Las UCIs albergan a las personas más enfermas en el hospital, pero incluso en las peores circunstancias los seres queridos normalmente estaban en su cabecera, a menudo hablando, a veces cantando, siempre sosteniendo una mano mientras la vida se va. Ahora, como el coronavirus forja barreras sin precedentes, las habitaciones están sorprendentemente vacías. También me preocupan las personas que yo aplastaré con horribles noticias entregadas por teléfono. Cada número de la cuenta total de mortalidad también significa que hay seres amados en duelo. Incluso cuando la oleada de casos decaiga, su dolor persistirá. Por meses, quizás por años, escucharán una canción conocida, caminarán por una calle favorita y les costará respirar por el dolor que sienten a medida que los recuerdos aparecen rápidamente. Luego están las multitudes que las estadísticas no capturan: quienes temen por sus hogares y familias a medida que la economía se desmorona. Las personas se preocupan por pagar la electricidad y el agua mientras su ingreso semanal se agota. Otros se preocupan de que sus hijos se puedan quedar atrás por no poder acceder a la educación en línea. Aún muchos trabajan obedientemente en sus empleos en la tienda de comestibles o en la farmacia, todo mientras temen llevar el virus a sus casas a sus familias. Y hay multitudes de nosotros, aislados, quizás en autocuarentena, que diariamente nos hundimos en la soledad. De la manera que sea en que analices los datos, pocos emergeremos de esta crisis ilesos. Señor, ten misericordia.

Fidelidad en la calamidad

Sabemos que Dios es «compasivo y clemente, lento para la ira y abundante en misericordia y verdad» (Ex 34:6). Sin embargo, debo admitir que en mi condición caída, a medida que me concentro en cómo cuidar mejor de estos pacientes mientras, al mismo tiempo, protejo a mi propia familia, a veces lucho con comprender su misericordia. Mi visión de su constante amor se empaña cuando todo lo que conocemos como bueno en la vida parece fallar. No estoy sola. A lo largo de la Biblia, aquellos que aman a Dios resistieron el sufrimiento, y encogidos de miedo, con corazones suplicantes y manos juntas clamaron: «¿Hasta cuándo, Señor, estarás mirando?» (Sal 35:17). David se lamentó por medio de imágenes angustiosas. Job se rascó con pedazos de teja. María, consternada por la muerte de Lázaro, cayó a los pies de Jesús y clamó: «Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto» (Jn 11:32). En este mundo, lloramos. Nuestro entendimiento tiene límites. Nos retocemos en nuestro dolor. No obstante, una y otra vez, la Biblia revela que incluso en nuestros momentos de mayor desesperación, Dios sigue siendo fiel. Él abunda en constante amor incluso cuando el pecado aplasta y desafía nuestra comprensión. En maneras más espectaculares de las que podemos descifrar, Él obra por medio de las calamidades que hacen estragos en este mundo para llevarnos a su gloria.

Los propósitos escondidos de Dios

El ejemplo de Marta y María ilustra sorprendentemente este punto. En Juan 11:3, las hermanas le insistieron a Jesús que rescatara a su hermano moribundo, Lázaro. Habían sido testigos de cómo Jesús sanó multitudes: paralíticos y leprosos, hombres ciegos y epilépticos. Sin duda, Él correría a salvar a su amado amigo Lázaro también. Sin embargo, en lugar de correr al lado de Lázaro, Jesús se retrasó dos días completos. En ese intervalo, Lázaro sucumbió ante su enfermedad y murió. Imagina la confusión y el desgarro de las hermanas. Jesús tiene el poder para salvar a su hermano, entonces, ¿por qué no lo usó? ¿Por qué permitiría tal horror? La respuesta que leemos en Juan 11 es impresionante: «Esta enfermedad no es para muerte», explicó Jesús, «sino para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por medio de ella» (Jn 11:4). Entonces, junto a la tumba, Jesús «gritó con fuerte voz: “¡Lázaro, sal fuera!”. Y el que había muerto salió, los pies y las manos atados con vendas, y el rostro envuelto en un sudario. Jesús les dijo: “Desátenlo, y déjenlo ir”» (Jn 11:43-44). Incluso cuando Marta y María no pudieron discernir sus propósitos, Dios estaba obrando, cubriéndolas con su gracia y su gloria. Al permitir que la muerte tomara a Lázaro transitoriamente, Jesús reveló el poder y la gloria de Dios. Él también apuntó hacia el regalo supremo de Dios para la humanidad: el perdón de los pecados por medio de la sangre de Cristo y la vida eterna en la presencia de nuestro Señor. El pecado infecta el corazón de cada criatura de la tierra. Sin embargo, en Cristo, esta enfermedad no lleva a la muerte. Por su amor por el mundo, Dios venció la muerte (Jn 3:16; 1Co 15:55), así ninguna enfermedad, ni siquiera una pandemia que se traga al mundo, puede arrancarnos de su amor (Ro 8:38-39).

Esperanza para soportar

Como la paga del pecado, la muerte nos arranca a quienes amamos entre nosotros y corrompe todo lo que es bueno y bello. El Evangelio es una buena noticia precisamente porque la muerte es tan terrible. En las semanas y en los meses que vienen, lloraremos por nuestros amigos que se irán; los números aumentarán; nos correrán lágrimas. Haré mis visitas en medio de la noche y tragaré dolores de agonía. Jesús nunca nos prometió libertad de nuestro dolor mientras esperamos su regreso (Jn 15:18). No obstante, Él sí nos ofrece una esperanza para poder soportar. La tumba vacía nos recuerda que Dios es más grande que cualquier paquete de ácido nucléico abriéndose paso hacia los pulmones. El coronavirus se propaga en silenciosa maldad, pero la mano soberana de Dios nos cubre y su gloria no tiene límites. Como Marta y María, quizás solo percibimos la ausencia del Señor, sus retrasos y su silencio. Sin embargo, en palabras de Pablo: «Esta aflicción leve y pasajera nos produce un eterno peso de gloria que sobrepasa toda comparación, al no poner nuestra vista en las cosas que se ven, sino en las que no se ven. Porque las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas» (2Co 4:17-18). Me aventuré a regresar a la UCI para amar a mis prójimos en crisis, porque Jesús me amó primero. Las noches son largas y difíciles. Correrán las lágrimas, pero a medida que me enfoco en cuidar de los números en aumento, puedo gozarme en que nuestro Dios, que dio a su amado Hijo para que pudiéramos tener vida eterna, conoce a cada uno por nombre (Sal 139:1-2). Él ha contado cada cabello en nuestras cabezas (Lc 12:7). Si bien, por ahora gemimos, Él ya ha vencido a la muerte debido a su amor por nosotros y nos ha asegurado un hogar en el cielo. Cualquiera sea la calamidad que nos espera, cuando Cristo regrese Él ahuyentará la peste. Él arreglará nuestras moléculas rebeldes, enjugará cada lágrima de cada ojo y hará todas las cosas nuevas. Por ahora, gemimos. Por ahora, lloramos. Pero la tumba está vacía. Cristo está resucitado. En Cristo, nos aferramos a la promesa de que ningún virus, ninguna enfermedad, ningún enemigo invisible podrá separarnos de su amor.
Kathryn Butler © 2020  Desiring God. Publicado originalmente en esta dirección. Usado con permiso.