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La disciplina de Dios
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La disciplina de Dios

Los programas de las iglesias, los ministerios universitarios y las organizaciones independientes de hoy enfatizan la necesidad de un discipulado radical. No siempre está claro a lo que se refieren con esto, pues la palabra «radical» puede ser un término que está de moda. Lo que sí está claro es esto: si la visión que uno tiene sobre el discipulado subestima la disciplina, entonces podemos decir que cualquiera sea el adjetivo que esa persona use antes del término «discipulado», hace que esta palabra deje ser bíblica. Las palabras discípulo y disciplina derivan de la misma raíz latina y ambas contienen la idea de orden. En alusión al trato que corrige o castiga, la disciplina es la instrucción o el conocimiento dado a un aprendiz (discipulus). El discipulado y la disciplina están inseparablemente conectados; el ministerio de Jesús lo ejemplifica. Cristo no dudó en corregir a sus discípulos (Mt 8:26; Mr 10:14, 16:14; Lc 9:54-55), quienes se referían a él como «Rabí» o «Maestro». Esto no es sorprendente, porque ¿qué padre piadoso permitiría que su hijo persevere en la desobediencia? Hebreos declara, «porque el Señor al que ama, disciplina, y azota a todo el que recibe por hijo» (12:6, usado completamente). La disciplina del Padre es indispensable para nuestra relación con Él. Cuando el Padre nos adopta en su familia, colmándonos de su amor, nos trata como verdaderos hijos, y esto incluye la disciplina paternal. La disciplina no es un fin en sí mismo; Dios nos disciplina en privado por medio de las consecuencias del pecado y públicamente a través de la disciplina de la iglesia. Esto quiere decir, en primer lugar, que cada cristiano sufre disciplina en privado por su pecado. Después de que David cometió adulterio con Betsabé y luego de que asesinara a Urías, el Señor envió a Natán para reprenderlo. «Entonces David dijo a Natán: "He pecado contra el Señor." Y Natán dijo a David: "El Señor ha quitado tu pecado; no morirás. Sin embargo, por cuanto con este hecho has dado ocasión de blasfemar a los enemigos del Señor, ciertamente morirá el niño que te ha nacido."» (2S 12:13-14). El Señor le envió a David consecuencias por su pecado para vindicar su propio honor y amorosamente llevó a David al arrepentimiento y a la adoración, como lo describe dolorosamente el Salmo 51. John Owen dice, «la disciplina es un efecto de su amor». Una nota de advertencia: no todo acto de disciplina de la providencia proviene de la disciplina divina. Aunque todo sufrimiento deriva de la caída, no siempre existe una correlación directa entre el pecado personal y el sufrimiento personal, como claramente lo enseñan las narraciones de Job y del hombre que nació ciego (ver Jn 9:3). En esos casos, la mano de la disciplina de Dios estuvo motivada, en primer lugar, para fomentar su propia gloria. No siempre podemos conectar el sufrimiento a un pecado específico. En segundo lugar, Cristo vio la disciplina como parte del ministerio de la iglesia. Al establecer la iglesia del Nuevo Testamento, Jesús encomendó a sus discípulos las llaves del Reino junto con el poder para atar y desatar (Mt 16:19; 18:15-18; Jn 20:23). El fuerte lenguaje en estos pasajes no deben interpretarse tan literalmente, como si la iglesia tuviera el poder para perdonar o condenar el pecado eternamente. No obstante, Jesús les ha dado poder especialmente a los líderes de su iglesia para regular a sus miembros y su conducta. Él les ordena a quién incluir y a quién excluir y entrega preceptos bíblicos que los miembros deben obedecer. La disciplina de la iglesia, por consiguiente, tiene aspectos positivos y negativos. Positivamente, la disciplina de la iglesia incluye instrucción y enseñanza. La iglesia es la educadora, la entrenadora y la alimentadora de cada creyente, a medida que el Espíritu actúa por medio de la Palabra predicada, los sacramentos y la disciplina de la iglesia. Negativamente, la disciplina involucra acciones de corrección para los miembros, desde la reprensión hasta la excomunión (Mt 18:15-17). Así es como los líderes de la iglesia utilizan las llaves del Reino. Los apóstoles y los líderes de la iglesia primitiva comprendieron las instrucciones de Cristo como principios permanentes. La iglesia apostólica ejerció disciplina firme con aquellos que se apartaban de la doctrina o de la práctica de ella. Observa, por ejemplo, la dura amonestación que Pablo hace a los Gálatas por abandonar el Evangelio (Ga 3:1-7), cómo exhorta a los Tesalonicenses a alejarse de los desobedientes (2Ts 3:6; ver Tit 3:10 también) y a la iglesia de Corinto a expulsar a un creyente inmoral (1Co 5:4-8). Al pasar la antorcha del ministerio a Timoteo y a Tito, Pablo insiste que aquellos que pecan deben ser reprendidos públicamente (1Ti 5:20) y quienes hablan en vano y engañan deben ser detenidos (Ti 1:10-11). Judas le pide a la iglesia que salve a algunos «arrebatándolos del fuego; y de otros tengan misericordia con temor, aborreciendo aun la ropa contaminada por la carne» (Jud 1:23). La iglesia está para disciplinar a los creyentes si su comportamiento no es consistente con el Evangelio. Los apóstoles, entonces, vieron la disciplina como un requisito, una función perpetua de la iglesia. La iglesia existe para regular quién es parte de la comunidad, disciplinando a los miembros que erran en la doctrina y en la vida, y expulsando a miembros impenitentes (Mt 18:15-17). No es un fin en sí mismo, la expulsión es el medio público que Dios utiliza para provocar arrepentimiento y para limpiar a su iglesia de la corrupción. «Limpien la levadura vieja para que sean masa nueva, así como lo son en realidad sin levadura», dice 1 Corintios 5:7. Los reformadores generalmente identificaron tres marcas de una verdadera iglesia: la sana predicación de la Palabra, la correcta administración de los sacramentos y el ejercicio bíblico de la disciplina. Una parte importante del ministerio de la iglesia es llevar a los creyentes de la infancia hacia la adultez espiritual al instruirlos y corregirlos. Citando el dicho de Cipriano, «no puedes tener a Dios como tu Padre si no tienes a la iglesia como tu madre», Juan Calvino explicó que Dios reúne a sus hijos en el seno de la iglesia, «no solamente para que sean mantenidos por él mientras son niños, sino también para que con cuidado de madre los rija y gobierne hasta que lleguen a ser hombres, consiguiendo el objetivo a que conduce la fe» (Institución de la religión cristiana 4.1.1). De este modo, la disciplina promueve piedad y devoción genuinas en lugar de rebelión y legalismo (en privado y en el ministerio de la iglesia). Los cristianos normalmente crecen en piedad al cultivar disciplinas privadas tales como la lectura y la meditación bíblica, la oración, la lectura devocional y la escritura devocional. Sin embargo, la piedad también es el resultado de la disciplina pública de la iglesia, que debe buscar animar a los cristianos al arrepentimiento y a vivir vidas de obediencia santa, receptiva y gratuita a Dios. La disciplina que se practica de esta manera ofrece la ley como un conjunto de reglas que debemos seguir no para ganarnos la aceptación de Dios, sino para expresar gratitud por ser aceptado en el Amado (Ef 1:6). Los creyentes no alcanzan la piedad genuina al cumplir la ley legalistamente, sino que al vivir vidas de amor impregnadas con la ley de Dios, que fluyen de nuestro estado en Cristo. Por consiguiente, la piedad no es una espiritualidad aislada, sino que un estilo de vida de amor a Dios y al prójimo fomentado por la disciplina espiritual. Esto trae tanto la libertad del amor como la disciplina de la obediencia. De estas consideraciones, podemos concluir que la piedad crece mejor en el contexto de la iglesia, en donde la predicación, la administración de los sacramentos y la disciplina obran juntas para promover una vida piadosa en el hogar, la iglesia y el trabajo. Sin embargo, en la actualidad, la disciplina ha declinado en la iglesia contemporánea; quienes van a la iglesia se ven a sí mismos como miembros independientes y voluntarios, que no tienen responsabilidades ante nadie. Sin embargo, Hebreos 13:7 dice que la sumisión a Dios y a sus autoridades designadas, no la autonomía, es una señal de fe. Nuestro bautismo en el nombre del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo expresa esta sujeción a la autoridad. Cuando «en Moisés todos [los israelitas] fueron bautizados en la nube y en el mar», ellos fueron bautizados bajo la autoridad que Dios les dio (1Co 10:2). El bautismo en el nombre del Dios trino significa que Dios nos llama a ser sus discípulos y nos pone bajo su autoridad, ejerciendo esa autoridad por medio de la iglesia. Algunos piensan que la disciplina de la iglesia es cruel; sin embargo, fallan en ver que darle medicina a un enfermo nunca es algo cruel. Otros temen que la disciplina de la iglesia le quite la gloria a la iglesia, lo que les costará respeto y miembros. En realidad, cuando la iglesia aplica fielmente la disciplina, ella crece en respeto, en gloria y, a menudo, en membresía, tal como sucedió después de que Ananías y Safira fueron disciplinados (Hch 5). Otros sostienen que Dios no necesita oficiales para mantener pura a su iglesia, puesto que la venganza le pertenece a Él: Él administrará su propia viña. Es verdad que Dios no necesita al hombre, pero Él delega autoridad a oficiales humanos para que ejerzan disciplina en su nombre, para su gloria y para la pureza de la iglesia. Tristemente, hoy pocos cristianos se dan cuenta de que recibir disciplina de los líderes designados por Jesús, que lideran según la Palabra de Dios, es en realidad recibir disciplina del Padre mismo. Por lo tanto, la disciplina no puede separarse del discipulado. Esto es evidente en nuestras vidas privadas, pues Dios promete disciplinar a todos sus hijos y, en el ministerio de la iglesia, a sus miembros. Debemos recuperar la enseñanza del Nuevo Testamento, de la iglesia primitiva y de los reformadores, que dice que recibir la disciplina de Dios voluntariamente es una marca distintiva de un verdadero cristiano. Dios prometió discipular y disciplinar a sus hijos, Jesús se lo encomendó a sus discípulos, los apóstoles insistieron en ello en las iglesias y los reformadores la reconocieron como una marca de la verdadera iglesia. Mientras esperamos el día del Juicio, esforcémonos en discipular y disciplinar como Dios lo hace, para que la iglesia esté sin mancha y sea una hermosa novia que espera a su tan esperado Novio.
Este artículo fue originalmente publicado por Ligonier Ministries en esta dirección.
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Día 4: hacer morir al pecado
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Día 4: hacer morir al pecado

Durante todo este mes, compartiremos contigo una serie de devocionales llamada Treintaiún días de pureza. Treintaiún días de reflexión sobre la pureza sexual y de oración en esta área. Cada día, compartiremos un pequeño pasaje de la Escritura, una reflexión sobre ella y una breve oración. Este es el día cuatro. El devocional de hoy será compartido por un escritor invitado: Dr. Joel Beeke (cuya traducción de la Biblia preferida es la KJV —para el estudio en español, usaremos la LBLA—) que, con su amor por los escritores puritanos, está particularmente preparado para escribir sobre hacer morir al pecado.
Porque si vivís conforme a la carne, habréis de morir; pero si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis (Ro 8:13).
Cada cristiano se encuentra viviendo dos realidades: lo que él es en Cristo y lo que él es en el presente, donde sea que llegue a encontrarse en su peregrinaje terrenal. La primera realidad es el hecho de su justificación «por fe solo en Cristo» de la culpa de todo el pecado y el hecho de su unión personal con el Cristo crucificado, resucitado y recibido en gloria. La otra realidad es el grado de santificación personal del cristiano. A diferencia de la justificación, la santificación nunca será completa en esta vida. Un primer paso sustancial es la regeneración del corazón que marca el comienzo de toda la verdadera vida cristiana. Sin embargo, el camino por delante está plagado de dificultades. Podemos retroceder en este camino, pero también podemos avanzar. Todos pasamos por periodos de estancamiento y declinación. El cristiano pronto aprende que el pecado aún lo tiene sujeto y permanece en él, incluso «angustiándolo», siguiendo sus pasos y cargándolo con culpa y vergüenza. Pablo describe este pecado remanente como «otra ley en los miembros de [su] cuerpo que hace guerra contra la ley de [su] mente» (Ro 7:23). ¿Cómo responde el creyente a esta «ley del pecado»? Debemos mortificar (hacer morir) lo que Pablo llama «el viejo hombre y las obras de la carne» y «las lujurias de la carne» (Ro 8:13, 13:14; Col 3:5). Esta mortificación es tanto un don (del Espíritu Santo) como un deber (nuestro). Por nuestras propias fuerzas no podemos alcanzar ninguna mortificación perdurable sin el Espíritu de la gracia. Sin embargo, por la gracia poderosa y capacitadora del Espíritu Santo, podemos y debemos odiar el pecado, estrangularlo, y atravesarlo con una espada. A menudo debemos meditar en las terribles consecuencias de pecar contra nuestro amado y trino Dios y Salvador. Debemos conocer nuestros propios corazones y debilidades y evitar esas situaciones en las que tendemos a fomentar las tentaciones en las que somos más débiles para combatir. Debemos abandonar todos los restos de la vida que dejamos atrás cuando comenzamos a seguir a Cristo. Debemos someternos bajo el poder de la cruz de Cristo que puede lidiar con la muerte (Ga 6:14) para que el Espíritu de Cristo haga morir lo que es terrenal en nosotros. El Espíritu de Cristo nos centra en Cristo cuando nos enseña cómo mortificar al pecado. La mortificación comienza cuando condenamos nuestros pecados como transgresiones de la ley de Dios. Confesamos estos pecados para ser perdonados por Dios y lavados por la sangre de Cristo. Entonces abandonamos esos pecados por causa de Cristo. Pablo nos dice que peleemos contra el pecado desde una posición de fortaleza (Ro 6; Ef 6). Conoce lo que eres en Cristo. En Cristo hemos muerto al pecado. En Cristo hemos sido resucitados a una nueva vida. En el Cristo crucificado hemos sido liberados del dominio del pecado y seguimos muriendo al pecado, para que así, como John Owen enfatiza, experimentemos la muerte del pecado en la muerte de Cristo. El pecado podría atacarnos, pero no puede dominarnos, mientras permanezcamos firmes en Cristo, invocando su nombre. En Cristo, se nos asegura la ayuda de Dios en la lucha contra el pecado. Aunque caigamos y perdamos varias contiendas contra el pecado, debido a nuestra unión y comunión con Cristo por fe tenemos la promesa de la victoria y de la liberación final, las cuales, más que cualquier otra cosa, nos da esperanza y alimento en la batalla diaria contra el pecado. El único pecado fatal para nuestra causa es la incredulidad. La incredulidad sola puede privarnos de la gracia de Dios y no dejarnos entrar en su Reino. Bendito Dios Trino, a la luz de su santa ley, confieso el dolor de mi corazón por haberlo provocado con mis pecados. Por su Espíritu Santo, profundice más y más en mí el odio por esos pecados y el deseo de huir de ellos, muriendo al pecado con Cristo y resucitando nuevamente a la nueva vida, para vivir ante usted en rectitud y verdadera santidad, por su nombre. Al creer en su promesa del Evangelio, le pido su perdón por mis pecados y su ayuda por medio de su Santo Espíritu para pelear contra el pecado, contra el diablo y contra todo su dominio, para vencerlos, como un seguidor de Cristo, y como  uno que lleva su nombre ante el mundo. Amén
Este recurso fue originalmente publicado en Tim Challies | Traducción: María José Ojeda
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¡Ayuda! Estoy luchando con la doctrina de la predestinación
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¡Ayuda! Estoy luchando con la doctrina de la predestinación


Este artículo es parte de la serie ¡Ayuda! publicada originalmente en Crossway.

¿Qué es la predestinación?

La doctrina de la predestinación es la enseñanza acerca de que, antes de la creación del mundo, Dios decidió el destino eterno de todas las criaturas racionales; esto es, todos los ángeles y los seres humanos. «[...] Algunos hombres y ángeles son predestinados a vida eterna, y otros preordenados a muerte eterna»[1]. La decisión de Dios de salvar a algunos pecadores por gracia se llama elección y la decisión de Dios de dejar a ciertos pecadores en la condenación que merecen se llama reprobación. La predestinación es parte del decreto de Dios, su propósito eterno en el cual Él ha decidido todo lo que sucederá, al ordenar todo para la manifestación de su gloria. Si has tenido problemas con esta doctrina, no estás solo. Un jovencito brillante llamado Jonathan Edwards una vez luchó con lo que entonces consideraba como «una horrible doctrina», aunque más adelante llegó a estar completamente satisfecho con ella y se vio abrumado por la dulce belleza del «Rey eterno» (1Ti 1:17). Hay varias razones por las cuales las personas encuentran difícil de aceptar la idea de que Dios predestine a algunos para el cielo y a otros para el infierno. Como veremos, cada una de estas razones comienza con una verdad bíblica sobre la predestinación y extrae de ella una inferencia falsa que conduce a luchas de fe experienciales.

¿Especulación divisiva y no bíblica?

La doctrina de la predestinación no es el tema central de la Biblia; el centro es Cristo y la salvación por medio del arrepentimiento y la fe en Él (Lc 24:44-47; 2Ti 3:15). Además, los debates sobre la predestinación a veces han dividido a los cristianos e incluso han dividido iglesias. Por lo tanto, las personas podrían concluir que es una doctrina que es mejor evitar. Los cristianos podrían razonar: «no podemos entender cuestiones tan profundamente teológicas. Simplemente apeguémonos a lo que la Biblia dice. Los cristianos necesitan dejar de discutir sobre teología y comenzar a contarle al mundo sobre Jesús». Tal razonamiento lleva a que las personas le teman a la predestinación y eviten estudiar lo que la Palabra de Dios dice al respecto.

¿El Rey al que no le importa?

La doctrina de la predestinación retrata a Dios como un monarca absoluto que hace lo que le place en toda la creación (Sal 135:6) y determina el destino eterno de cada persona (Ro 9:22-23). En particular, la elección de Dios para salvar de ninguna manera depende de lo que los elegidos hagan o decidan (Ro 9:11). Algunas personas podrían pensar que esta doctrina implica que a Dios no le importan las personas o la justicia. Dios, se dice, condena al infierno a un sin fin de personas sin importar si vivieron de manera justa o malvada. Por consiguiente, alguien podría preguntar si es que el Dios de la predestinación es un Señor bueno y amoroso. ¿Por qué Él no escogería salvar a todos si Él tiene el poder para hacerlo? Tales dudas podrían provocar que una persona tenga dificultad para orar a Dios o regocijarse en su amor. Aún peor, alguien podría considerar que el Dios de la predestinación sea más un demonio que un Salvador divino, de modo que podría rechazarlo.

¿Fatalismo sin lugar para la elección y el esfuerzo humano?

Según la doctrina de la predestinación, es la voluntad de Dios, no la del hombre, la que controla todas las cosas en el tiempo y el espacio (Dt 4:35; Ef 1:11), eso incluye la historia personal de cada uno (Hch 13:48; Ro 8:30). Las personas a veces infieren que la predestinación absoluta implica fatalismo: nuestras decisiones son una ilusión y nuestros esfuerzos para cambiarnos a nosotros mismos y a nuestro mundo son inútiles. El fatalismo destruye la motivación. Alguien podría decir: «no tengo necesidad de arrepentirme de mis pecados y confiar en Cristo. Si Dios me ha predestinado para salvación, entonces seré salvo a pesar de lo que haga». De igual manera, ¿por qué un creyente debiera luchar contra el pecado y esforzarse por crecer en santidad cuando todo está predestinado? Otra persona podría argumentar: «no debemos esforzarnos por llamar a los pecadores a Cristo. Dios sin duda salvará a sus elegidos». El fruto venenoso del fatalismo es muerte espiritual y reincidencia en el pecado, mucho para deshonrar el Evangelio.

¿Incertidumbre que socava la seguridad de salvación?

La doctrina de la predestinación nos enseña que todo el que es salvo fue escogido por Dios antes de la fundación del mundo (Ef 1:4; 2Ts 2:13). Las personas podrían concluir que nadie puede saber con certeza si es que es salvo e irá al cielo. Podrían pensar lo siguiente: «sólo los escogidos de Dios serán salvos. El decreto de la elección de Dios está escondido en su voluntad secreta o plan eterno. Por lo tanto, es imposible saber si eres salvo, a menos que recibas una señal especial de Dios». Por consiguiente, algunos cristianos que creen en la predestinación podrían sufrir grandemente de ansiedad por su destino eterno. Podrían buscar seguridad en experiencias místicas o búsquedas legalistas de perfección o podrían ahogarse en su desesperación. ¡Qué luchas más horribles pueden experimentar las personas por la doctrina de la predestinación! Sin embargo, cada una de estas luchas se basa en una comprensión errónea de lo que la Biblia enseña sobre la predestinación de Dios de sus santos. La doctrina bíblica nutre la humildad, la paz, la certeza y la esperanza en Cristo. Volvamos a cada uno de estos puntos y veamos cómo esto es así.

La predestinación: una enseñanza bíblica fundamental acerca de la salvación sólo por gracia

Aun cuando es verdad que la predestinación no es el tema central de las Santas Escrituras, es una doctrina bíblica fundamental, no una especulación humana. Encontramos referencias de la predestinación y la elección para la salvación a lo largo del Nuevo Testamento (Mt 22:14; 24:22, 24, 31; Mr 4:11-12; Lc 10:21-22; 18:7; Jn 15:16, 19; Hch 4:28; 13:48; Ro 8:29-30, 33; 9:6-23; 11:5, 7, 28; 16:13; 1Co 1:27-28; Gá 1:15; Ef. 1:4-5; Col 3:12; 1Ts 1:4; 2Ts 2:13; 2Ti 2:10; Tit 1:1; Stg 2:5; 1P. 1:2; 2:9; 2P. 1:10; 2Jn 1, 13; Ap. 17:14). El Espíritu Santo no se avergonzó de esta doctrina cuando inspiró la escritura de la Palabra de Dios, tampoco nosotros debemos avergonzarnos de ella. La predestinación es una característica importante de la doctrina más amplia de la salvación sólo por gracia (Ro 11:5-6). Deja en claro que Dios salva sólo por su poder, sabiduría y justicia, no por las del hombre. Si la enseñanza amorosa y fiel de la gracia sola ofende a personas —y debemos ser misericordiosos en cómo presentamos las doctrinas de gracia— entonces no debemos retroceder en esta doctrina para complacer al hombre, porque es esencial para mostrar que la salvación es para la gloria de Dios solamente.

La predestinación realizada por el Padre de nuestro Señor Jesucristo

El Dios de la predestinación es verdaderamente el Rey todopoderoso, pero también es el Padre amoroso y justo que «nos predestinó para adopción como hijos [...]» (Ef 1:5). La predestinación es un acto de infinito amor paternal, recibiendo a extraños dentro de su familia para siempre. La elección de los pecadores por parte de Dios, aparte de cualquier mérito propio, orienta la salvación «para alabanza de la gloria de su gracia [...]» (Ef 1:6). No obstante, Dios no es indiferente a la justicia. ¡Todo lo contrario! Porque Él predestinó a sus elegidos para salvación «[...] mediante Jesucristo [...]» (Ef 1:5), exigió que Cristo satisficiera su justicia por la «[...] redención mediante su sangre [...]» (Ef 1:7). No entendemos por qué Dios ha escogido a algunos y no a otros. No obstante, «¿por qué Dios no escogió salvarlos a todos?» es la pregunta incorrecta. A la luz de la atroz rebelión del hombre contra su Hacedor, deberíamos preguntarnos: «¿por qué Dios no condenó a todos al infierno?». El asombroso hecho no es que Dios condene a pecadores al infierno, si no que Él salva y reconcilia a pecadores consigo mismo. La elección incondicional es la amiga —no la enemiga— de pecadores, puesto que sin ella nadie sería salvo. Al final, sin embargo, debemos ceder ante los derechos de Dios como nuestro Hacedor. Cuando las personas acusan a Dios de injusticia por la predestinación, Pablo responde: «¿O no tiene el alfarero derecho sobre el barro [...]?» (Ro 9:21). El Creador tiene el derecho de hacer lo que le plazca con sus criaturas.

La predestinación ejecutada mediante decisiones y esfuerzos humanos

Para aquellos que luchan con la predestinación porque piensan que implica fatalismo, reconocemos que la voluntad de Dios controla a todas sus criaturas y a sus actos, pero también afirma que Dios decreta no sólo el fin, sino que también el medio por el cual ese fin se logra. Pablo dice: «[...] porque Dios los ha escogido desde el principio para salvación mediante la santificación por el Espíritu y la fe en la verdad. Fue para esto que Él los llamó mediante nuestro evangelio [...] (2Ts 2:13-14). El medio por el cual Dios salva a sus elegidos incluye el trabajo externo de la predicación del Evangelio y el trabajo interior del Espíritu en la mente, corazón y voluntad de aquellos que escuchan el Evangelio predicado. Lejos de privar las decisiones y acciones humanas de toda significancia, la predestinación las infunde con significado eterno. Pablo llama a los creyentes a «[...] oc[uparse] en su salvación con temor y temblor. Porque Dios es quien obra en ustedes tanto el querer como el hacer, para su buena intención» (Fil 2:12-13). Podemos regocijarnos cuando las personas se vuelven al Señor, puesto que el poder del Evangelio para producir fe, amor y esperanza perdurables demuestra «[...] que Él los ha escogido [...]» (1Ts 1:4, NVI). Cada paso de obediencia cristiana es apoyado por el propósito soberano de Dios, puesto que «[...] Dios nos escogió [...] para que fuéramos santos [...]» (Ef 1:4). El ejército del Cordero supera a este mundo, ya que son «[...] llamados, escogidos y fieles» (Ap 17:14).

La predestinación garantiza seguridad ahora y para siempre

La doctrina de la predestinación sí enseña que sólo los elegidos de Dios serán salvos. Eso no implica que no podamos saber con seguridad si es que somos salvos. Al contrario, el regalo gratuito de Dios de que «[...] todo cuanto concierne a la vida y a la piedad, mediante el verdadero conocimiento de Aquel [es decir, Jesucristo] que nos llamó por su gloria y excelencia» capacita a los creyentes para «[...] hacer firme su llamado y elección [...]» al crecer en conocimiento, fe y santidad práctica (2P 1:3, 10). Pablo explica que la predestinación inicia una cadena dorada de actos divinos unidos en el propósito de Dios: «a los que predestinó, a esos también llamó. A los que llamó, a esos también justificó. A los que justificó, a esos también glorificó» (Ro 8:30). Si Dios ha «llamado» eficazmente a una persona por medio del Evangelio y la ha «justificado» por medio de la fe, entonces puede estar segura de que será «glorificada» con Cristo. Por lo tanto, aunque entendemos la razón por la que las personas tienen problemas con la doctrina de la predestinación, una fe iluminada por el Espíritu en esta doctrina lleva a hijos de Dios a que abracen las promesas de Dios, obedezcan la voluntad de Dios y se regocijen en la esperanza de la gloria de Dios por medio de Jesucristo nuestro Señor. Por esta razón, debemos luchar para saber con exactitud y claridad todo lo que Dios ha revelado sobre esta preciosa verdad y enseñarla a otros.

Joel R. Beeke y Paul M. Smalley son autores de Teología Sistemática Reformada. Tomo I. Revelación.

Este artículo fue publicado originalmente en inglés y traducido con el permiso de Crossway.
[1] Confesión de fe de Westminster, 3.3.