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El maquillaje es un pasatiempo, no una necesidad
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El maquillaje es un pasatiempo, no una necesidad

Una mañana, cuando estaba embarazada de mi hijo, desperté cansada, enferma y malhumorada. Para ser honesta, la mayoría de las mañanas, mientras estaba embarazada de mi hijo, despertaba de esa manera. Sin embargo, esa mañana en particular, decidí tomarme más tiempo para aplicarme sombra en los ojos. Llegué al trabajo y uno de mis estudiantes me dijo que me veía «feroz». De pronto, nació en mí una nueva motivación por darme más tiempo para maquillarme. A medida que miraba videos de YouTube, compraba nuevos productos y practicaba mis habilidades, me di cuenta rápidamente de que, entre mis hermanas en Cristo, el gusto por el maquillaje podría ser ridiculizado como una muestra de inseguridad o de vanidad. Las mujeres de Dios reales no necesitan aplicarse corrector de ojeras para salir de la casa sintiéndose mejores que nunca; su confianza está enraizada solamente en Cristo y no en trucos de belleza.

Mujer en el espejo

Lo que estaba viviendo era algo que muchas mujeres experimentan en la vida diaria. Ya sea que estemos embarazadas, luchando con nuestro peso, peleando contra el acné o solo mirando cómo envejecemos, todas sabemos lo que se siente mirar nuestros rostros en el espejo y desear poder cambiar algo. La lucha con nuestra apariencia física no es solo esencialmente humana, sino que también es un resultado fundamental de la caída. Hace mucho tiempo, Eva era perfecta, y luego decidió comer del fruto prohibido. Adán y ella habían sido creados perfectamente a la imagen de Dios, pero como la muerte entró en el mundo, también lo hizo el proceso de envejecimiento y las imperfecciones con las que lidiamos cada día. Como mujeres, nuestra apariencia externa a menudo tiene un gran efecto en cómo somos percibidas en nuestra sociedad (y en cómo nos percibimos a nosotras mismas). Este impacto no es un fenómeno nuevo. Muchas mujeres en la Biblia se destacaron por la forma en que se veían. Raquel (Gn 29:17), Ester (Est 2:7), Abigail (1S 25:3) y otras fueron mencionadas por su belleza, mientras que la apariencia de Lea no fue tan apreciada (Gn 29:17).

El valor de esta mujer

Sin embargo, es obvio que la apariencia no es lo más importante. Existen muchas mujeres virtuosas en la Palabra de Dios cuyas apariencias no se mencionan en lo absoluto. Rut y Rahab son dos mujeres gentiles que se mencionan en el linaje de Cristo, la lealtad de la primera y la fe de la última fueron mencionadas en la Escritura mientras que sus rasgos no lo fueron. El temor del Señor de la mujer de Proverbios 31 era digno de ser alabado por sobre el encanto o la belleza (Pr 31:30). La esposa que Jacob valoró por ser la más hermosa no terminó dando a luz al hijo que conduciría a Cristo; la chica menos agraciada sí lo hizo (Gn 29:35).  Pedro deja en claro este punto en 1 Pedro 3:1-6. La verdadera belleza no se encuentra en el adorno externo, sino en nuestra conducta, que es la extensión de nuestro corazón (Mt 15:18):

Que el adorno de ustedes no sea el externo: peinados ostentosos, joyas de oro o vestidos lujosos, sino que sea lo que procede de lo íntimo del corazón, con el adorno incorruptible de un espíritu tierno y sereno, lo cual es precioso delante de Dios (1 Pedro 3:3-4)

Esta actitud va en contra de la cultura en la que vivimos, al igual que en contra de una mujer infame que se menciona en la Escritura, que adornó su cabeza y pintó sus ojos para realzar su belleza natural: Jezabel (2R 9:30).

Ser Jezabel o no ser Jezabel

No obstante, antes de que tiremos a la basura nuestras joyas de oro, de que dejemos de trenzar nuestro cabello seductoramente y de que cambiemos nuestra ropa por sacos de papa, es importante que observemos cómo Cristo adorna a su novia:

Te vestí con tela bordada y puse en tus pies sandalias de piel de marsopa; te envolví con lino fino y te cubrí con seda. Te engalané con adornos, puse brazaletes en tus manos y un collar a tu cuello. Puse un anillo en tu nariz, pendientes en tus orejas y una hermosa corona en tu cabeza (Ezequiel 16:10–12).

A medida que seguimos leyendo este pasaje, nos damos cuenta de que el problema no está en los regalos generosos que Cristo le ofrece a Israel, sino en la confianza vana de Israel en esos regalos en vez de en su Salvador (Ez 16:15). Si el adorno hubiese sido el problema, Cristo habría escatimado en la ropa fina que le entregó; sin embargo, el problema está cuando cambiamos nuestra adoración al Dador de regalos hermosos y la dirigimos hacia nosotras mismas.  

La belleza más allá del rubor

Cuando estaba embarazada, maquillarme se transformó en una forma de recordarme a mí misma que no era solo una mamá que caminaba como pato, si no que aún era una mujer. Era una forma tangible para mí de comenzar mi día viéndome lo mejor que podía, realzando los rasgos que el Señor me dio e intentando quitarle importancia a los efectos del pecado (como el cansancio).  Como un bonus, mi esposo a menudo notaba y comentaba mis esfuerzos, similar a la manera en que Salomón halagaba la belleza de su futura esposa (Cnt 1:10). En el lugar apropiado, el maquillaje puede ser una manera hermosa y llena de fe de autoexpresión y un pasatiempo distintivamente femenino semejante a vestirnos con nuestra mejor ropa y joyas. Pero el lugar apropiado del maquillaje es el de un pasatiempo, no el de una necesidad. La Palabra de Dios deja en claro que hemos sido hechas asombrosa y maravillosamente (Sal 139:14). Ya sea que hayamos sido bendecidas con rostros y cuerpos perfectamente simétricos que simplemente se mantienen tal cual o con marcas de acné y celulitis postparto, fuimos hechas a la imagen de Dios (Gn 1:26) y, por lo tanto, somos preciosas a sus ojos. Es más, la preocupación de Dios por nosotras va más allá de nuestra apariencia externa y alcanza nuestros corazones (1S 16:7). Y si somos sus hijas, esos corazones están siendo transformados por Cristo y conforme a Él (Ro 12:1-2).  Aquí es donde nuestra confianza debe estar: no en nuestro adorno externo o en la falta de él; no en el rostro perfecto que logremos tener, sino que en la persona y en la obra de Jesús. Ya sea que te adornes con una hermosa trenza, con un vestido nuevo, con un bello par de aros nuevos o con lo último que sacó Sephora en maquillaje, al final, la belleza más importante comienza adentro. 
Jasmine Holmes © 2016 Desiring God. Publicado originalmente en esta dirección. Usado con permiso. | Traducción: María José Ojeda
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El corazón de mi bebé dejó de latir
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El corazón de mi bebé dejó de latir

En una ocasión, mi esposo y yo tomamos un vuelo a San Diego, mi ciudad favorita. Recuerdo haberme sentado en la fila que estaba detrás de él, casi mareada por la emoción, entusiasmada por un respiro del estrés que me había afectado durante ese tiempo. Iba sentada junto a una mujer que estaba hablando por teléfono bastante fuerte sobre su amiga que estaba embarazada otra vez. Con un tono detestable, ella le contaba que el esposo de su amiga le decía a ella que se ve más hermosa cuando está embarazada, «probablemente, solo para tener más hijos de ella», dijo bromeando. Continué escuchando por un momento hasta que la miré y vi que la mujer que hablaba por teléfono también estaba embarazada. Entonces, tuve un momento horrible. ¿Cómo es posible que ella pueda quedarse con su bebé, pero yo no? Ella parece odiar a los niños. Esto no es justo. Tan pronto vino el pensamiento a mi cabeza, me sentí horriblemente culpable. Sé que supuestamente una no debe pensar esas cosas y, cuando lo haces, sin duda no es agradable admitirlo. Sin embargo, ahí estaba, tan claro como el día: yo tenía envidia.

Adiós dicha

Cuando mi esposo y yo supimos que estábamos embarazados, no nos sorprendimos. Sin duda, tuve ese momento de impacto mientras miraba el test, mis manos tiritaron, mis ojos se abrieron mucho: la maternidad se avecinaba. Sin embargo, aunque Phillip y yo llevábamos solo un mes casados, había crecido escuchando las bromas de mi papá sobre la eficiencia en concebir que él y mi mamá tuvieron (yo nací diez meses después de que se casaron). Además, crecí en una comunidad cristiana donde inevitablemente los niños se casan tan rápido como llega la noche después del día. El año pasado, dos de mis amigas y sus maridos, que no se habían casado mucho antes que yo, le dieron la bienvenida a sus recién nacidos con una semana de diferencia. Me cuestioné si debía contarle a alguien que estábamos embarazados, pues sabía que el riesgo de aborto espontáneo era mayor en el primer trimestre. Para mi esposo, no había dudas: que las personas se alegren junto a nosotros cuando nosotros nos alegramos; y si hay luto, lloraremos juntos (Ro 12:15). Aun así, esperé dos semanas antes de hacerlo público, pero le conté a mis amigas y a mis colegas inmediatamente. Y luego, comencé a preocuparme. Soy una persona que por naturaleza se preocupa y la ansiedad se extendió a mi embarazo. Pasé seis semanas despertando por sudores nocturnos, asustada pensando que algo le podría haber pasado a mi hijo —el pequeñito arándano que ya amaba demasiado—. Luego, durante la séptima semana, sentí que había llegado a un lugar más seguro. Estaba más tranquila y ya era capaz de disfrutar mi cuerpo en proceso de cambio y de la maravilla del niño que crecía dentro de mí. No obstante, no sabía que en ese momento el corazón de mi bebé ya había dejado de latir. Cuando la ecografía mostró esto, sentí el dolor más grande de estómago que jamás había sentido en mi vida. Aún duele; siempre va a doler, supongo.

¿Para qué pasó esto?

Lo peor que había imaginado que podría suceder durante las últimas semanas, sucedió. Me recosté en el suelo de nuestro departamento por el dolor físico, emocional y espiritual, combatiendo más dolor del que nunca había sentido y grité, «¿por qué?». Soy una «buena chica cristiana» de una «buena familia cristiana», así que sé que no tengo que preguntar «¿por qué yo?». Sí, por supuesto, merezco la muerte, el infierno y la tumba (Ro 3:23). En esos momentos, los más difíciles, la respuesta de Escuela Dominical de que estaba «mejor de lo que merezco» resonaba dentro de mí. Sin embargo, aún no podía evitar sentir que se habían burlado de mí. Aquí estaba yo con un dolor insoportable, con los ojos llenos de lágrimas por un bebé que me trajo tanto gozo en un periodo tan corto de tiempo, un bebé que nunca podré sostener. El instante en el que me enteré de que estaba embarazada, me puse ansiosa por conocer a la personita con la que el Señor me había bendecido con criar. Me pregunté por su futuro, su lugar en mi hogar, su impacto en nuestras vidas. Crecí para amar a esa persona más y más cada día. Amo a los niños. Crecí alrededor de ellos, les enseño, quiero un hogar lleno de ellos. No podía esperar más para ser madre (no podía esperar por cuidar de mi propio hijo). Pero mi hijo estaba muerto. Me sentí como el salmista, «¿qué provecho hay en mi sangre si desciendo al sepulcro? ¿Acaso te alabará el polvo? ¿Anunciará tu fidelidad?» (Sal 30:9). A veces, no podemos evitar hacer otra cosa más que preguntar: Dios, ¿qué estás haciendo?

Su propósito inmutable

Incluso en ese dolor insoportable, el sufrimiento del Señor por mí se hizo real. Y no quiero decir que me senté ahí cantando «Sublime gracia» mientras las olas del dolor y de la pena inundaban mi corazón. Estaba lejos de ser una imagen linda. Clamé a Dios (literalmente, clamores guturales) y me sentí cerca del Salvador sufriente quien había experimentado un dolor aún más insoportable por mí, no porque él haya perdido un hijo, sino porque él dio todo su ser para traer a casa a los hijos perdidos. Él le da propósito a nuestro sufrimiento (Ro 8:28). Mi aborto espontáneo no sucedió en un vacío. Tanto mi hijo como yo fuimos creados a la imagen de Dios, diseñados para su gloria. Mis intenciones para la vida de mi hijo no eran las intenciones del Señor y mi plan no era su plan. Él decidió que el propósito de esa pequeña vida se completara en esas siete semanas de vida. Él decidió que el propósito para mi vida fuera revelado aún más por medio de la muerte de ese pequeñito. Él me eligió para ser la madre de mi hijo por siete semanas. Él decidió para mi esposo y para mí que aprendiéramos a caminar juntos por medio de confusiones hormonales, para que mi esposo me muestre amor sacrificial a mí, su esposa cansada. Él decidió que nosotros atravesáramos la pena juntos y que proclamáramos su grandeza aún en medio de nuestro dolor (Job 13:15). Pude ser mamá. Lo fui solo por un momento, pero fue un momento hermoso. Espero poder ser mamá nuevamente, pero incluso si eso no sucediera, Dios es bueno. Y sus propósitos para mí son seguros. Mi pequeño tiempo de maternidad continúa mostrándome los diferentes ángulos del buen carácter de Dios y cosas sobre mí que nunca podría haber aprendido sin mi bebé. Por eso estoy agradecida. Dios es el Autor de vida y el único que lo satisface todo. Él cumplirá su propósito para nosotros (Sal 57:2) y por eso soy consolada.
Jasmine Holmes © 2015 Desiring God. Publicado originalmente en esta dirección. Usado con permiso. | Traducción: María José Ojeda