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La esencia de la femineidad
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La esencia de la femineidad

El siguiente extracto ha sido traducido a partir del blog publicado originalmente en inglés por Crossway.

El misterio más profundo

La iglesia asegura ser la portadora de la revelación. Si su afirmación es cierta, como señala C. S. Lewis, debemos esperar encontrar en la iglesia
un elemento que los no creyentes llamarán irracional y los creyentes suprarracional. Debe haber algo en ella opaco a nuestra razón, aunque no contraria a ella… Si lo abandonamos, si retenemos sólo lo que se puede justificar con los estándares de prudencia y conveniencia ante el tribunal del sentido común ilustrado, cambiamos la revelación por el viejo fantasma de la Religión Natural.
La visión cristiana brota del misterio. Cada gran doctrina de nuestro credo es un misterio –revelado; no explicado– confirmado y comprendido sólo por la facultad a la que llamamos fe. La sexualidad es un misterio que representa uno más profundo del que no sabemos nada: la relación de Cristo y su iglesia. Cuando lidiamos con la masculinidad y la femineidad, lo hacemos con «las sombras vivas y espantosas de las realidades que están completamente fuera de nuestro control y que en gran medida van más allá de nuestro conocimiento directo», según describe Lewis. Al mismo tiempo, no podemos aceptar la doctrina feminista que establece que la femineidad es un asunto meramente de condicionamiento cultural, de estereotipos perpetuados por la tradición o que incluso es producto de algunas conspiraciones perversas planeadas por hombres en alguna reunión en la prehistoria. Por favor, no me malentiendan, pues debemos condenar los estereotipos que caricaturizan las distinciones divinas, y lo hacemos. Condenamos el abuso perpetrado por el hombre contra la mujer –y, no olvidemos, por mujeres contra hombres, pues todos hemos pecado–; no obstante, ¿acaso hemos olvidado los arquetipos? La palabra «estereotipo» se usa generalmente de manera despectiva para indicar una idea o un modelo establecido o convencional. Un arquetipo es el molde o modelo original, que personifica la esencia de las cosas y que refleja, en cierta manera, la estructura interna del mundo. No estoy aquí para defender los estereotipos de la femineidad, sino para intentar centrarnos en el Modelo Original. La primera mujer fue creada específicamente para el primer hombre, como una ayuda, para unirse a él, para responderle, para someterse a él y  para complementarlo. Dios la hizo desde el hombre, desde su mismísimo hueso, y luego se la entregó. Cuando Adán le puso el nombre a Eva, él aceptó la responsabilidad de «administrarla»: proveerle, amarla, protegerla. Estas dos personas juntas representan la imagen de Dios –una de ellas en una forma especial como el iniciador; y la otra, como quien responde–. Ni el uno ni el otro era adecuado por sí solo para portar la imagen de Dios; él los puso a ambos en un lugar perfecto –ya saben el resto de la historia–. Ellos rechazaron su humanidad y usaron su libertad otorgada por Dios para desafiarlo. Decidieron que era mejor no ser un simple hombre y una simple mujer, sino que dioses, atribuyéndose el conocimiento del bien y del mal, una carga pesadísima de soportar por los seres humanos. Eva, al negarse a aceptar la voluntad de Dios, rechazó su femineidad; Adán, en su rendición a la sugerencia que ella le hizo, abdicó su responsabilidad masculina con ella. Ésta fue la primera ocasión en que vemos lo que ahora reconoceríamos como la “inversión en los roles”. Esta desafiante desobediencia arruinó el modelo original y las cosas han estado en un horrible caos desde entonces.

La imagen inspirada por el Espíritu

Sin embargo, Dios no abandonó a sus tercas criaturas. En su amor inexorable, él demostró exactamente lo que él tenía en mente al llamarse a sí mismo el Novio –el Iniciador, el Protector, el Proveedor, el Amante– y a Israel su novia, su amada. Él la rescató, la llamó por su nombre, la enamoró y la alcanzó; se dolió cuando ella se prostituyó con otros dioses. En el Nuevo Testamento, nos encontramos con que el misterio del matrimonio nuevamente expresa la indescriptible relación entre el Señor y su pueblo: el esposo, que representa a Cristo en su liderazgo; la esposa, que representa a la iglesia en su sumisión. La imagen inspirada por el Espíritu no existe para ser reestructurada y reorganizada según nuestros antojos y preferencias. El misterio no sólo debe ser manejado con cuidado, sino que también con reverencia y asombro. La historia del evangelio comienza con el Misterio de la Misericordia. Un ángel visita a una joven, quien recibe la increíble noticia de que se convertiría en la madre del Hijo de Dios. A diferencia de Eva, cuya respuesta a Dios fue calculadora y egoísta, la virgen María no titubea pensando en los riesgos y las pérdidas o la interrupción de sus propios planes para dar una respuesta. La suya es absoluta e incondicional de entrega de sí misma: «Aquí tienes a la sierva del Señor; hágase conmigo conforme a tu palabra…» (Lc 1:38). Esto es lo que yo entiendo como la esencia de la femineidad: significa sometimiento. Piensen en una novia. En el matrimonio, ella somete su independencia, su nombre, su destino, su voluntad, su yo al novio. Ésta es una ceremonia pública, ante Dios y testigos. Luego, en el dormitorio matrimonial, ella somete su cuerpo, su valioso don de la virginidad, todo lo que estaba escondido. Como madre, se somete a algo nuevo: es su vida por la vida de su hijo. Éste es un propósito más profundo por el cual las mujeres fueron creadas, casadas o solteras (y la vocación especial de la virgen es someterse por servicio al Señor y por la vida del mundo). El espíritu tierno y sereno del cual habla Pedro, llamándolo «precioso delante de Dios» (1 Pe 3:4), es la verdadera femineidad, que encontró su personificación en María: la voluntad de ser sólo un recipiente; escondido; desconocido, excepto como la madre de Alguien. Éste es el espíritu maternal verdadero, la maternidad real, que me parece tan ausente en todos los anales del feminismo. Mientras más santa es una mujer», escribió Leon Bloy, «más mujer es». La femineidad recibe, pues dice, «hágase conmigo conforme a tu palabra». Toma lo que Dios da: un lugar especial; un honor especial; una función y gloria especial, distinta a la de la masculinidad, con el propósito de ser ayuda. En otras palabras, nos corresponde a nosotras, mujeres, recibir lo dado, como lo hizo María, y no insistir en lo que no se nos ha dado, como lo hizo Eva. Quizás se les dio un don especial a mujeres excepcionales en la historia –un carisma–, porque se dejaron de lado a ellas mismas. Pienso en Amy Carmichael, por ejemplo, otra María, porque no tenía ambición por nada más que la voluntad de Dios. Por lo tanto, su obediencia, su «hágase conmigo», ha tenido un impacto profundo e incalculable en el siglo veinte. Se le dio poder, como a su Señor, porque ella se desplazó a sí misma.

El gozo de la renuncia al yo

Yo sería la última en negar que se les ha dado dones a las mujeres para ponerlos en práctica. Sin embargo, no debemos ser codiciosas insistiendo en tenerlos todos, en usurpar el lugar del hombre. Somos mujeres, y mi súplica es, «déjenme ser una mujer, santa de la cabeza a los pies, que pide nada más que lo que Dios quiere darme, que recibe con ambas manos abiertas y con todo el corazón lo que sea que él me dé». Ningún otro argumento se necesitará jamás si es que todas compartimos el mismo espíritu de la «bendita entre todas las mujeres». El mundo busca felicidad a través de la autoafirmación. Los cristianos saben que el gozo se encuentra en la renuncia al yo. «El que pierda su vida por mi causa», dijo Jesús, «la hallará». La verdadera libertad de una mujer cristiana se encuentra al otro lado de una puerta muy pequeña –la obediencia humilde–, pero esa puerta lleva a lo más grande de la vida que ninguno de los libertadores de este mundo alguna vez soñaron. En ese lugar, no se ofusca la diferenciación dada por Dios entre los sexos, sino que se celebra. En ese lugar, nuestras desigualdades son vistas como esenciales para la imagen de Dios, puesto que es en lo masculino y en lo femenino, en lo masculino como masculino y en lo femenino como femenino, no como dos mitades idénticas e intercambiables, que la imagen se manifiesta. El hecho de disimular estas profundidades niega a la mujer la respuesta primordial al clamor de sus corazones: «¿quién soy?». Nadie más puede responder a ese clamor que el autor de la Historia.
Esta publicación es una adaptación del capítulo escrito por Elisabeth Elliot, titulado The Essence of Femininity: A Personal Perspective [La esencia de la femineidad: una perspectiva personal] en el libro Recovering Biblical Manhood and Womanhood: A Response to Evangelical Feminism [Recuperemos la masculinidad y la femineidad bíblica: una respuesta al feminismo evangélico], editado por John Piper y Wayne Grudem.