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La inmigración: ¿a qué nos llama a Dios?
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La inmigración: ¿a qué nos llama a Dios?

La migración pareciera ser un fenómeno social de actualidad, a propósito de la gran afluencia de inmigrantes sirios y africanos en Europa o de inmigrantes latinoamericanos en Estados Unidos. Y es que este fenómeno ha tenido bastante cobertura en los medios de comunicación y en las redes sociales hoy en día, por lo que pareciera ser un tema bastante novedoso. Pero, a decir verdad, la migración no es un tema nuevo en nuestra sociedad; al contrario, siempre ha existido cada vez que los pueblos se van desplazando por razones —como dice la RAE— económicas o sociales. El problema radica en que cuando estos grupos de personas se desplazan por razones económicas o sociales, por lo general, no son muy bienvenidos en los lugares a los que llegan, sino que, generalmente, son víctimas de prejuicios, estereotipos y discriminación. Ahora bien, para nosotros los cristianos deberían surgir las siguientes preguntas: en primer lugar, ¿la Biblia nos habla de este tema?; en segundo lugar, ¿cuáles son algunos de los mitos y de las realidades del problema migrante?; y por último, ¿a qué nos exhorta Dios respecto a esta realidad?

¿La Biblia nos habla de este tema?

La migración ha sido un fenómeno conocido y ha tenido un rol fundamental en la historia del pueblo de Dios, desde los tiempos de Abraham, quien viajó desde Ur para llegar posteriormente a la tierra de Canaán, hasta la era de los apóstoles, quienes, junto con otros discípulos, en su tarea comisionada por Jesucristo de predicar el Evangelio, de hacer discípulos y de bautizar a los nuevos cristianos, también dejaron sus tierras natales en la provincia de Palestina para desplazarse a través de las principales ciudades del Imperio Romano (González, Historia del cristianismo, 2014. pp. 39, 40). En Éxodo, la familia de José (sus doce hermanos y sus respectivas familias) llegó y posteriormente permaneció en Egipto, donde comenzaron a multiplicarse hasta ser lo suficientemente «fuertes y numerosos» (Ex 1:7), al punto de ser considerados como una «amenaza» por el rey de Egipto, quien decidió oprimirlos. Luego, en el resto del libro podemos ver uno de los eventos migratorios más memorables para los cristianos: la salida del pueblo de Israel de la brutal opresión de Egipto, bajo la guía y el poder de Dios mediante el liderazgo de Moisés, la cual dio comienzo a una larga marcha a través del desierto en búsqueda de la tierra prometida. Sin embargo, lo más asombroso que podemos ver en la Escritura es que Dios mismo fue inmigrante. En Mateo 2:13-15, vemos a Jesús (en su niñez), junto a sus padres María y José, huyendo a Egipto como exiliados para escapar de la opresión de Herodes. Como podemos ver, la Biblia registra numerosos episodios migratorios, ya sea de forma directa o indirecta, a los cuales podemos acceder si deseamos profundizar más en el tema.

Inmigrantes en América: el mito vs. la realidad

En muchos países, existen ideas generalizadas y vagas acerca de la población inmigrante. Ideas que, por lo demás, en muchos casos son negativas y no tienen más fundamentos que la simple percepción subjetiva que las personas, o incluso los gobernantes, tienen de la realidad. Por ejemplo, en Chile podemos ver que en los últimos años ha ocurrido un importante incremento de inmigrantes, situación que ha sacado a la luz algunas ideas erróneas que podría tener la ciudadanía respecto al tema. Por ejemplo, «los inmigrantes estarían quitando puestos de trabajo a nuestro connacionales», amenazando así la fuente de trabajo de estos últimos. Esto resulta ser una percepción totalmente errónea, ya que los inmigrantes ocupan solo el 2 % de los puestos de trabajo en nuestro país (Villalobos, 2016). Otro mito bastante de moda, no solo en Chile sino que también en el resto de América, es que estos «traen la delincuencia», asumiendo así que la mayoría de ellos se desplazan a un país determinado con el afán de cometer actos delictivos, lo que también constituye un prejuicio, ya que solo el 1,1 % de los inmigrantes ha sido detenido por cometer algún delito (Matus, Rivera y Duarte, 2016); en sentido contrario, el 89,9 % de los inmigrantes no ha tenido problemas delictivos. Lo que demuestra que las percepciones de muchas personas son totalmente erróneas respecto a lo que realmente sucede con los inmigrantes. Como podemos ver, estos son solo algunos ejemplos —quizás un poco fuertes— de las miradas erróneas que tenemos sobre los inmigrantes. Esta realidad refleja un problema en nuestro entendimiento bíblico sobre Dios y lo que ha hecho, ya que cuando tratamos a la gente injustamente, cuando asumimos estos prejuicios y estereotipos y favorecemos a un grupo por sobre otro (por su nacionalidad, origen, color de piel, etc.); es decir, cuando pensamos que algún grupo o nosotros mismos somos mejores o peores, no estamos entendiendo ni reflejando al Dios lleno de justicia en el cual creemos, ni honramos a Cristo, quien sin distinción vino a salvar a todos los hombres hechos a la misma imagen de Dios, que se encontraban con el mismo problema y con la misma necesidad de un Salvador (Ro 3:23; Stg 2:1-5; Ga 3:28). Quizás podríamos reflexionar en lo siguiente: ¿en sus iglesias han escuchado algún comentario o visto algún hecho prejuicioso en contra de los inmigrantes?, ¿qué dicen estos prejuicios y estereotipos acerca de nuestro entendimiento de Dios y su obra de salvación? ¿de qué manera ustedes mismos han alimentado sus corazones con estos prejuicios y estereotipos?, ¿perciben que sus iglesias han descuidado el llamado bíblico de cuidar, de acoger y de proteger al extranjero? Pues bien, según veremos más adelante y al tenor del Evangelio, profundizaremos en el llamado de Dios respecto a esta realidad y cómo podemos responderle.

¿A qué nos exhorta Dios respecto a esta realidad?

En el pasado, Dios exhortó a su pueblo en numerosos pasajes bíblicos a preocuparse de los inmigrantes. Vemos un ejemplo de esto en Levítico 19:33-34: «cuando algún extranjero se establezca en el país de ustedes, no lo traten mal. Al contrario, trátenlo como si fuera uno de ustedes. Ámenlo como a ustedes mismos, porque también ustedes fueron extranjeros en Egipto». Podemos ver que el pueblo de Dios fue extranjero en el pasado, pero fue Dios mismo quien los rescató; por tanto, el llamado a que ellos fueran amorosos y cuidadosos con el extranjero debía ser una muestra práctica de su nueva identidad redimida, es decir: «yo era un extranjero con la misma necesidad de un Redentor; por lo tanto, te recibo, te cuido, te amo, y te extiendo la misma gracia que recibí al ser recibido por el Dios que me salvó». En el Nuevo Testamento, el llamado a la iglesia no cambió, en Efesios el apóstol Pablo les recuerda a los cristianos su antigua y nueva identidad, «recuerden que en ese entonces ustedes estaban separados de Cristo, excluidos de la ciudadanía de Israel y ajenos a los pactos de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo. Pero ahora en Cristo Jesús, a ustedes que antes estaban lejos, Dios los ha acercado mediante la sangre de Cristo» (Ef 2:12-13). Cada cristiano, estaba lejos de la ciudadanía de Israel, pero gracias a Cristo, cuando estábamos lejos, fuimos acercados. El costo de ser recibidos involucró que el Hijo fuera rechazado por este mundo y abandonado por el Padre (Jn 1:11; Mr 15:33-34). Jesús mismo se hizo extranjero para que nosotros ya no seamos más excluidos de la presencia del Padre y ahora nuestra ciudadanía sea la celestial (Fil 3:20). Pero eso no es todo, Dios nos recuerda que mientras llegamos a nuestro verdadero hogar, seguiremos siendo extranjeros, extranjeros de este mundo, en donde vivimos para reflejar nuestra verdadera ciudadanía (1P 2:11). Es así que, cuando somos insensibles e indiferentes frente a la precaria situación de muchos inmigrantes, no solo actuamos siendo alimentados por el prejuicio que actualmente existe y que nace de nuestros corazones afectados por el pecado, sino que también, no estamos dimensionando la gracia que nos ha sido dada y a la cual hemos sido llamados a dar. Hemos olvidado quiénes éramos y cuál es nuestra nueva identidad. Por lo tanto, las preguntas que nos deberían surgir son: ¿qué hemos olvidado y asumido del Evangelio?, ¿estamos escuchando el llamado y el desafío del Evangelio de amar a los extranjeros? y ¿de qué manera práctica podemos amar al extranjero? Quizás no estamos haciendo nada; quizás nos estamos conformando con darle un «me gusta» en Facebook a alguna publicación que denuncie alguna injusticia social contra ellos o quizás estamos compartiendo alguna cadena en Whatsapp que abogue por la causa de los inmigrantes. Dios, al igual como lo hizo hacia los israelitas en Levítico o en Deuteronomio, hoy también nos exhorta a su pueblo, los cristianos, a acoger con amor a los inmigrantes, amándolos como Dios nos amó, mostrándoles el amor que Cristo nos mostró. Recuerden que recibir al extranjero es una muestra viva de que hemos entendido el Evangelio y de que estamos viviéndolo concretamente. Si son parte de una iglesia en donde son sensibles a este llamado, recibiendo, acogiendo, acompañando y proveyendo prácticamente a sus necesidades, los animo a que lo sigan haciendo, los animo a seguir predicando concretamente la verdad del Evangelio a través del cuidado al extranjero. Pero, si son parte una iglesia que no está siendo activa en esto, entonces el llamado es a volver al Evangelio, recordando lo que esto significa para nosotros, los redimidos por Cristo, y así puedan dar frutos de manera práctica: acogiendo a los extranjeros de manera inclusiva; proveyendo para sus necesidades; llevando sus cargas; escuchándolos en medio del sufrimiento y de la nostalgia; ayudándolos a encontrar un trabajo; e invitándolos por medio de Cristo a ser parte de la gran y verdadera ciudadanía y hogar celestial. Así, con la misma fuerza con que la iglesia, que es el cuerpo de Cristo y cuya cabeza es Cristo mismo, marcha y levanta la voz para oponerse a otras causas que podrían parecer tan relevantes como el matrimonio igualitario o el aborto, también levantémonos por uno de los fuertes llamados del Evangelio, para que proclamemos «las obras maravillosas de aquel que los llamó de las tinieblas a su luz admirable» (1P 2:9). Para terminar, recordemos una vez más esto, nosotros también fuimos extranjeros, por nuestro pecado estábamos lejos del Padre y Cristo mismo vino a este mundo, haciéndose forastero, pasando hambre y sed, siendo violentamente rechazado para traernos de nuevo a nuestro verdadero hogar. Amemos al extranjero, y mostremos al mundo que hemos conocido y seguido a Aquel que nos amó profunda e inmerecidamente.
«Porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed y me dieron de beber; fui forastero, y me dieron alojamiento» (Mt 25:35).