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Lecciones del ministerio de sanidades de Jesús
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Lecciones del ministerio de sanidades de Jesús

El capítulo nueve de Mateo es, en gran medida, un relato del ministerio de milagros de Jesús. Se registran cinco milagros, cuatro de los cuales son sanidades físicas y el quinto es la restauración de una muchacha a la vida. Sin embargo, éstos sólo representan los muchos milagros llevados a cabo por Jesús. De hecho, hacia el final del capítulo, Mateo parece resumir todo escribiendo: «Jesús recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en las sinagogas de ellos, proclamando el evangelio del reino y sanando toda enfermedad y toda dolencia» (v. 35). Varios años más tarde, cuando Pedro predicó en casa de Cornelio, dijo que «[Jesús] anduvo haciendo bien y sanando a todos los oprimidos por el diablo» (Hechos 10:38). De todo lo que Pedro pudo haber dicho sobre el ministerio de Jesús, se concentró en que había hecho el bien y sanado a la gente. El propósito final de la encarnación de Jesús fue, por supuesto, dar su vida en rescate por muchos (Mt 20:28), pero sus tres años de ministerio público se caracterizaron por hacer el bien y sanar. ¿Cuál fue el propósito de los milagros de sanidad de Jesús? Juan, en su evangelio, llama a los milagros «señales» (2:11; 2:23; 4:54; 20:30-31), es decir, manifestaban el poder divino de Jesús y atestiguaban que realmente era el Hijo de Dios. De hecho, Juan afirma específicamente que los milagros que él incluyó en su evangelio tenían el propósito de que su lector «creyera que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y (…) que al creer, tuviera vida en su nombre» (20:31). Jesús mismo usó la milagrosa curación del paralítico como una prueba de que Él tenía autoridad para perdonar pecados —una referencia obvia a su condición de Hijo de Dios (Mt 9:2-6)—. Sin embargo, el ministerio de sanidad de Jesús también tenía otro motivo. Era movido por su compasión por los necesitados. Mateo registra que, a medida que recorría todas las ciudades y aldeas, «viendo las multitudes, tuvo compasión de ellas, porque estaban angustiadas y abatidas como ovejas que no tienen pastor» (Mt 9:36). En otra ocasión, cuando Jesús vio que llevaban al hijo único de una viuda para sepultarlo, tuvo compasión de la mujer e hizo vivir a su hijo (Lucas 7:11-14). Los actos de sanidad de Jesús, entonces, tenían un doble propósito. Claramente, eran necesarios para autentificar su condición de Hijo de Dios. Sin embargo, en el proceso, Jesús quiso responder a necesidades humanas verdaderas. No deberíamos pasar por alto cómo esto se aplica a nosotros. Aunque las necesidades espirituales de la gente son de suma importancia, no debemos ignorar sus necesidades físicas. Después de todo, de acuerdo a las palabras de Jesús en Mateo 25:31-46, el juicio final tendrá ciertamente en cuenta nuestro servicio a las necesidades físicas de la gente. En un nivel institucional, los evangélicos estamos haciendo un trabajo bastante bueno ministrando a las necesidades físicas de las personas. No obstante, como individuos, ¿tenemos compasión por los pobres, los sin hogar, los ancianos y los discapacitados? No podemos hacer milagros, pero podemos ministrar de muchas formas corrientes. En un espíritu de oración, cada uno de nosotros debe considerar cómo puede seguir el ejemplo de la compasión de Jesús satisfaciendo las carencias físicas de los necesitados. Volviendo a los milagros registrados en Mateo 9, es instructivo notar el rol que juega la fe en ellos. En la curación del paralítico, Mateo dice que Jesús vio su fe (v. 2); a la mujer que fue sanada, Jesús le dijo: «Tu fe te ha sanado» (v. 22); y a los dos ciegos que había sanado, les dijo: «Hágase en ustedes según su fe» (v. 29). Y en cuanto al oficial cuya hija Jesús devolvió a la vida, ciertamente su fe forma parte de su petición a Jesús: «Mi hija acaba de morir; pero ven y pon tu mano sobre ella, y vivirá» (v. 18). Del único que no se menciona fe es del hombre mudo oprimido por un demonio. En cada una de las cuatro instancias en que se menciona la fe, ésta estaba puesta en la capacidad que Jesús tenía de sanar y no en su voluntad de hacerlo. Hoy, mientras oramos por la curación de amigos o seres queridos que sufren de enfermedades severas, nosotros también deberíamos creer que Dios es capaz de sanar, sea directamente o a través de medios convencionales. Como no conocemos la mente de Dios, es presuntuoso decir que «tengo fe en que Dios sanará», pero decir que «Dios es capaz de sanar» es ejercer fe. ¿Está Dios limitado por nuestra fe? No, porque en los evangelios hay varias instancias en que la fe no se menciona. Hoy, al ver muy pocas sanidades efectuadas, nosotros a veces luchamos con la fe para creer que Jesús es capaz de sanar. Cuando luchamos así, deberíamos seguir el ejemplo del padre que le dijo a Jesús: «Creo, ayúdame en mi incredulidad» (Marcos 9:24). Hay una gran diferencia entre una fe que lucha, como la de aquel padre, y la obstinada incredulidad de la gente del pueblo de Jesús, que le impedía hacer allí obras poderosas (Marcos 6:3-6). Asegurémonos de tener una fe que lucha y no una incredulidad obstinada.
Este artículo fue originalmente publicado por Ligonier Ministries en esta dirección. | Traducción: Cristian Morán
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Jesús desafía a los fariseos
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Jesús desafía a los fariseos

Entre los judíos, los fariseos eran las personas más religiosas durante la vida de Cristo en la tierra. Determinados a no quebrantar ninguna de las leyes de Dios, habían, con el tiempo, ideado un rebuscado sistema de tradiciones orales para evitar infringir la ley mosaica. Con ese deseo tan grande de obedecer a Dios, uno pensaría que habrían reconocido la obediencia perfecta de Jesús, lo habrían validado y lo habrían seguido. Sin embargo, como queda demostrado en los hechos relatados en Mateo 12:1-37, eran sus oponentes más amargos e implacables. ¿Por qué sucedió esto? El principal problema radica en su forma diferente de entender la naturaleza de Dios. Según los fariseos, Dios es principalmente alguien que exige cosas. Para ellos, las Escrituras del Antiguo Testamento eran una serie de reglas que debían ser cumplidas a toda costa. Para Jesús, así como para los creyentes del Antiguo Testamento, Dios es principalmente «clemente y compasivo,  lento para la ira y grande en amor» (Salmo 145:8). Además, según los fariseos, Dios miraba solamente su cumplimiento externo de la ley de Dios. Según Jesús, Dios mira el corazón (1 Samuel 16:7). Es por eso que, por ejemplo, Jesús equiparaba la mirada lujuriosa, que efectivamente expresa el deseo del corazón, con el acto mismo de cometer adulterio (Mateo 5:27-28). No obstante, la causa más directa de la oposición farisea a Jesús estaba en que Él ignoraba los cientos de elaboradas pero insignificantes reglas que ellos habían ideado para interpretar la ley de Dios. No sólo elaboraron estos cientos de reglas hechas por hombres, sino que, además, las pusieron al mismo nivel que las Escrituras implicando que romper una de sus reglas era violar la propia ley de Dios. Sin embargo, estas reglas no sólo opacaban la verdadera intención de la ley de Dios, sino que, en algunos casos, en realidad la quebrantaban (ver Marcos 7:9-13). Lo que realmente enojó a los fariseos con Jesús fue la manera en que Él ignoró las triviales y gravosas reglas con que ellos guardaban el día de reposo. En Mateo 12:1-8, los fariseos se opusieron a que los discípulos de Jesús arrancaran y comieran espigas mientras caminaban por los campos de trigo en un día sábado. De acuerdo con su tradición oral, arrancar y comer espigas era trabajo —una transgresión del día de reposo—. Casi inmediatamente después, ese mismo día de reposo, Jesús entró en la sinagoga donde había un hombre con una mano atrofiada. Esta vez, ansiosos por acusar nuevamente a Jesús de quebrantar el día de reposo, le preguntaron: «¿Está permitido sanar en sábado?» (vv. 9-14). Antes de sanar al hombre, Jesús contesta preguntando cuál de ellos, si su oveja cayera en un hoyo en un sábado, no la agarraría y la sacaría. Si era válido, entonces, aliviar la miseria de una oveja en el día de reposo, ¿cuánto más válido sería aliviar la miseria de un ser humano, que es más valioso que una oveja? En ambas ocasiones —la escena de los discípulos comiendo espigas y la de Jesús sanando la mano atrofiada del hombre—, el principio bíblico que Jesús aplica es la Palabra de Dios que dice: «lo que pido de ustedes es misericordia y no sacrificios» (v. 7). Aparentemente, no mucho después de lo ocurrido ese día de reposo, Jesús sanó a un hombre endemoniado que estaba ciego y mudo (Mateo 12:22). No pudiendo acusar a Jesús de transgredir el día de reposo, los fariseos, esta vez, recurrieron a la calumniosa acusación de que Jesús estaba expulsando demonios en nombre de Beelzebú, príncipe de los demonios (que es Satanás mismo). Puesto que Jesús expulsaba demonios por el poder del Espíritu Santo (v. 28), la calumniosa acusación de los fariseos era, en realidad, una blasfemia contra el Espíritu, pecado que, según Jesús, jamás sería perdonado. Los comentaristas difieren sobre lo que es exactamente la blasfemia contra el Espíritu Santo, y en consecuencia, hay personas que temen haber cometido «el pecado imperdonable». Sin embargo, es seguro decir que nadie que tema haber cometido ese pecado lo ha, de hecho, cometido. La evidencia del texto mismo indica que esta blasfemia cometida por los fariseos sólo puede venir de un corazón total e implacablemente endurecido contra Dios. Obviamente, una persona con un corazón sensible no podría cometer ese pecado. Puesto que todas las Escrituras son provechosas para nosotros, hay una lección actual que debemos aprender del conflicto de Jesús con los fariseos. Debemos tener cuidado de no añadir a las Escrituras nuestras propias reglas humanas. Algunas de nuestras preciadas convicciones pueden haber derivado más de nuestra cultura cristiana particular que de las Escrituras, y necesitamos aprender a discernir las diferencias. Está bien tener convicciones culturales, pero debemos tener cuidado de no ponerlas al mismo nivel de autoridad que las Escrituras. Tanta crítica entre los cristianos de hoy ocurre porque hacemos estas cosas. Sin embargo, eso es básicamente lo que los fariseos estaban haciendo. Tengamos, por tanto, cuidado de no ser fariseos modernos.
Este artículo fue originalmente publicado por Ligonier Ministries en esta dirección.
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La fe y el poder de Dios
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La fe y el poder de Dios

A primera vista, la curación del muchacho endemoniado (Mt 17:14-20) pareciera ser sólo una más en una serie de curaciones milagrosas registradas por Mateo, pero lo que la distingue es el énfasis que Jesús pone en el papel de la fe. Es verdad que la fe juega un rol preponderante en los milagros relatados por el capítulo 9, pero en el 17 Jesús pone énfasis en la ausencia de esta fe. El hecho de que Dios no depende de la fe humana para llevar a cabo su obra queda claro en los relatos de otros milagros que Mateo registra. La transfiguración de Jesús, inmediatamente anterior a la curación del muchacho, es un ejemplo de la mayor importancia. Fue un milagro espectacular, y sin embargo, no involucró fe humana. Lo mismo ocurrió en la alimentación de los cinco mil (Mt 14:13-21) y en la de los cuatro mil (15:32-38). Así que lo primero que debemos aprender sobre la fe y el poder de Dios es que Él no depende de nuestra fe para hacer su trabajo. Dios no será rehén de nuestra falta de fe. Lo segundo que debemos aprender, sin embargo, es que para llevar a cabo sus propósitos, Dios exige frecuentemente que tengamos fe. Esto se ve en la curación del muchacho endemoniado. Marcos, en su relato, lo deja claramente en evidencia en la conversación de Jesús con el padre del muchacho. El padre, muy angustiado, le dice a Jesús: «Si puedes hacer algo, ten compasión de nosotros y ayúdanos» (Mr 9:22). Él ya había experimentado el fracaso de los discípulos, así que no estaba seguro de si Jesús podría ayudar. Podríamos describir su fe de ese momento como sólo una esperanza incierta de que Jesús pudiera hacer lo que sus discípulos no habían conseguido. Jesús le responde al padre: «¿Cómo que si puedo? Para el que cree, todo es posible» (v. 23). Dependiendo de la situación, la fe bíblica puede ser descrita de diferentes maneras. En Hebreos 11:1, la descripción de la fe como «la garantía de lo que se espera, la certeza de lo que no se ve» fue apropiada para los receptores judíos de la carta, quienes estaban enfrentando una oposición severa y necesitaban ser animados en cuanto a la certeza de su esperanza en Cristo. Para el padre del muchacho, tener fe significaría creer que Jesús podía sanar a su hijo. A menudo somos como el padre. Podemos enfrentar lo que parece ser una situación insoluble, y como hemos orado largamente sin obtener respuesta, empezamos a dudar de que Dios pueda contestar nuestras oraciones. Pero debemos creer que para Él nada es imposible. Cuando Sara, la esposa de Abraham, dudó de que Dios pudiese darles un hijo a la avanzada edad que tenían, Dios respondió «¿Acaso hay algo imposible para el Señor?»  (Gn 18:14).  Siglos más tarde, la fe del profeta Jeremías flaqueó cuando Dios le dijo que comprara un terreno ante la invasión de los Caldeos (Jer 32:6-26). Una vez más, la respuesta de Dios fue «¿Hay algo imposible para mí?» (v. 27). Tener fe en Dios, aun ante una oración que no ha recibido respuesta o una situación aparentemente imposible, significa que continuamos creyendo que Él puede hacer lo que para nosotros parece imposible. La importancia de la fe es enfatizada aun más en la respuesta de Jesús a la pregunta de los discípulos: «¿Por qué nosotros no pudimos expulsarlo?» (Mt 17:19). Él dice que se ha debido a la escasa fe de ellos. No se nos dice en qué sentido tuvieron una fe deficiente. Sí sabemos que Jesús les había dado autoridad para expulsar demonios (Mt 10:1-8), así que ¿por qué tenían una fe tan débil en ese momento? Quizás fue porque el demonio no respondió inmediatamente a la orden que le dieron, y entonces comenzaron a dudar del poder de Jesús. O quizás supusieron que, como habían tenido éxito antes, lo tendrían en ese momento. Así que vemos que la fe no sólo implica depender firmemente del poder y la capacidad de Jesús, sino también una renuncia total a toda confianza en nosotros mismos. En otro lugar hemos considerado brevemente el tema de la providencia de Dios. En Mateo 17 podemos ver en acción un ejemplo de ella en relación con un evento mundano —el pago del impuesto del templo—. Jesús, como Hijo de Dios, no tenía obligación de pagar el impuesto. Sin embargo, con el fin de no ofender a nadie, envía a Pedro a atrapar un pez en cuya boca se hallaba la moneda requerida. Este pequeño relato suscita algunas preguntas: ¿Cómo llegó la moneda a la boca del pez? ¿Cómo fue que Pedro «casualmente» atrapó ése y no otro pez cercano? Es posible que Jesús haya hecho un milagro creando de la nada una moneda en la boca del pez. Sin embargo, es más probable que haya sido fruto de la providencia. Alguien dejó caer «accidentalmente» una moneda en el mar. Un pez la agarró, y ésta quedó en su boca. El pez nadó hasta el punto exacto en que Pedro arrojó su red y entonces fue atrapado. Ninguno de estos eventos fue milagroso; y sin embargo, todos ellos fueron necesarios para cumplir el propósito de Jesús, quien los tenía bajo su control. El poder de Dios se halla igualmente en acción tanto en su providencia como en sus milagros. Así que, a medida que luchemos con nuestra propia fe —o nuestra falta de ella— en las difíciles situaciones de la vida, creamos que Dios es capaz —por medio de milagros o de su providencia— de cuidar de nosotros.
Este artículo fue originalmente publicado por Ligonier Ministries en esta dirección. 
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¿Cuál fue la verdadera agonía de Jesús?
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¿Cuál fue la verdadera agonía de Jesús?

Refiriéndose a Jesús, Isaías escribió proféticamente que fue un «varón de dolores y experimentado en aflicción» (Is 53:3). Aunque estas palabras describen toda su vida, alcanzaron su punto culminante en el huerto de Getsemaní, donde Jesús oró: «Padre mío, si es posible, que pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú quieras» (Mt 26:39). Lucas nos cuenta que, mientras Jesús oraba, su agonía era tal que «su sudor se volvió como gruesas gotas de sangre, que caían sobre la tierra» (Lc 22:44). ¿Qué fue lo que le provocó tal agonía? ¿Por qué oró que, si era posible, no tuviese que beber la copa (Jn 18:11)? ¿Qué había en la copa que le producía esta angustia extrema mientras contemplaba la posibilidad de beberla? Naturalmente asociamos su copa con la crucifixión e imaginamos que oraba para que se le evitara aquella miserable y degradante muerte. La copa, en verdad, sí estaba conectada con la crucifixión, pero aún no hemos contestado la pregunta: ¿Qué contenía? Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, la copa suele ser usada como una metáfora de la ira de Dios (Sal 75:8; Is 51:17, 22; Jer 25:15; Hab 2:16; Ap 14:9-10). De eso estaba llena, entonces, la copa que Jesús tanto detestaba beber. En el huerto de Getsemaní, él fijó intencionalmente su mirada en esa copa —la copa que bebería exactamente un día después al colgar de la cruz en una insoportable agonía—. Sin embargo, no era la agonía física lo que tanto pavor le causaba —por muy horrible que fuese—, sino la agonía espiritual que supo que sentiría al beber hasta el último amargo sedimento de la copa de la ira de Dios —ira que en realidad merecíamos nosotros—. Esto nos lleva a un tema bíblico difícil, que suele ser negado por muchos estudiosos bíblicos e ignorado por la mayoría de nosotros: simplemente no nos gusta pensar en la ira de Dios. ¿Por qué? Quizás le tenemos miedo a la expresión «la ira de Dios» pensando en las violentas emociones y la conducta destructiva que frecuentemente se asocia con el término ira al aplicarse a seres humanos pecaminosos. Y, lo que es más probable, no queremos pensar que nuestros amables, amistosos, pero incrédulos vecinos y familiares están sujetos a la ira divina. Sin embargo, si tomamos la Biblia en serio, debemos también considerar seriamente el tema de la ira de Dios. Es un tema que recorre tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento. Cierto teólogo ha afirmado que, en el Antiguo Testamento, la cantidad de referencias a la ira de Dios supera las 580. ¿Y qué del Nuevo Testamento? Algunos enseñan que, en él, el tema de la ira de Dios desaparece y que su amor y misericordia pasan a ser las únicas expresiones de la actitud divina hacia la humanidad. Jesús refuta claramente dicha idea. En Juan 3:36, dice: «El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que no obedece al Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios permanece sobre él». Pablo escribió frecuentemente sobre la ira de Dios (ver, por ejemplo, Ro 1:18; 2:5; 5:9; Ef 2:3; Col 3:6); y por último, el tenor de todo el Apocalipsis es una advertencia de la ira que vendrá (6:16-17; 14:10; 16:19; 19:15). ¿Qué cosa provoca tanto la ira de Dios? Se trata de nuestro pecado. Sin importar cuán pequeño o insignificante nos pueda parecer, todo pecado es un ataque a la infinita majestad y autoridad soberana de Dios. Dios, por la perfección de su naturaleza moral, no puede evitar ser hostil al pecado —todo tipo de pecado, aunque nos parezca indefectiblemente pequeño—. Fue la ira de Dios por nuestro pecado lo que Jesús vio en la copa esa noche y ante lo cual retrocedió espantado en una agonía tal. Así que Jesús bebió la copa de la ira de Dios en nuestro lugar. Él soportó la inimaginable agonía espiritual que merecíamos para poder salvarnos de esa ira. Nunca sabremos apreciar la agonizante oración de Jesús en el Getsemaní, ni su sudor semejante a grandes gotas de sangre, mientras no comprendamos en lo profundo de nuestro ser que lo que Jesús estaba observando era la ira de Dios que merecíamos. El término teológico que designa el acto de beber la copa llevado a cabo por Jesús es propiciación. Un diccionario moderno dirá que propiciar significa «apaciguar» o «aplacar». Estas definiciones me parecen insatisfactorias cuando se aplican a Cristo porque sugieren que se ha calmado o suavizado la ira de una deidad ofendida. Jesús no suavizó la ira de Dios: la soportó. Él no la suprimió ni la extinguió como quien extinguiría un incendio. En lugar de eso, él absorbió en su propia alma la furia plena y absoluta de la ira de Dios contra el pecado. Para seguir con la metáfora, bebió la copa de la ira de Dios hasta su última amarga gota. Así que, para nosotros los que creemos, la copa de la ira de Dios está vacía.  Leemos la historia de Getsemaní y la crucifixión con tanta frecuencia que tiende a convertirse en algo corriente. Si esta es nuestra situación, arrepintámonos, y jamás volvamos a leer la angustiosa oración de Jesús sin recordarnos a nosotros mismos que lo que le provocó una agonía tan inimaginable fue la ira de Dios contra nuestro pecado.
Este artículo fue originalmente publicado por Ligonier Ministries en esta dirección