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La iglesia no es un restaurante de autoservicio
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La iglesia no es un restaurante de autoservicio

Pablo describe la unidad y la diversidad de los dones en el cuerpo de Cristo al decir: «ahora bien, hay diversidad de dones, pero el Espíritu es el mismo. Hay diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo. Y hay diversidad de actividades, pero es el mismo Dios el que hace todas las cosas en todos. A cada uno se le da la manifestación del Espíritu para el bien común» (1Co 12:4-7). Todos nosotros recibimos dones del mismo Espíritu; todos somos llamados a servir en el poder del mismo Señor, todos somos llamados a ser activos por el mismo Dios; todos tenemos dones para servir al bien común. Como Pablo continúa diciendo a los Corintios, «a todos se nos dio a beber del mismo Espíritu» (v.13). ¿Qué es este «bien común» del que habla Pablo? Se trata de que Dios es glorificado en medio de la congregación, por ejemplo, al cantar. ¿Qué provocas al hacer esto? El bien común es que los perdidos lleguen a escuchar el Evangelio para ser salvos. ¿Qué estás haciendo para servir a ese glorioso propósito, para esparcir la semilla de la Palabra? El bien común es que aquellos en la iglesia que estén heridos encuentren sanidad, que aquellos que estén quebrantados puedan encontrar salvación y que aquellos que estén debilitados puedan encontrar fortaleza. ¿Qué estás haciendo para servir a otros que parecen estar heridos, quebrantados y débiles? Debido a las influencias culturales en la iglesia de nuestra época, tendemos a tratar a la iglesia como un restaurante de autoservicio. Pensamos que «siempre estará ahí y siempre tendrá lo que queremos, cuando lo queramos». Por lo tanto, algunos de nosotros vamos al servicio de adoración una vez a la semana; otros, dos veces al mes; y, tristemente, hay ciertas personas que solo van ocasionalmente. Vamos para obtener algo y luego nos vamos. Si no está ahí, vamos a otro lugar. Otros tratamos a la iglesia como cualquier club social normal, como una reunión de apoderados de la escuela, como una reunión familiar o como una reunión con amigos. Asistimos esperando hablar sobre trabajo, sobre fútbol o sobre el último chisme. Ciertamente hacemos todo esto porque somos pecadores, pero también porque somos producto del mundo que nos rodea. Debemos dejar de tratar a la iglesia de esta manera. La iglesia es un cuerpo, no un lugar de autoservicio. Es un grupo de personas reales. La iglesia es un lugar espiritual, no un club social. Cuando asistimos a la iglesia en el Día del Señor, necesitamos esperar que Dios se encuentre con nosotros en el poder de su Espíritu Santo. Es más, necesitamos tener la expectativa de que habrá otros ahí que necesitan nuestros dones espirituales. El Espíritu Santo nos entrega a cada uno de nosotros nuestros dones del bien común, por lo que necesitamos cambiar nuestro foco en nosotros mismos y usar nuestros dones para servir y edificar a otros. Si cada uno de nosotros pensara en formas de servir a otros (y no en cómo necesitamos ser servidos) el cuerpo completo funcionará saludablemente.
Este extracto fue tomado de God in Our Midst [Dios en nuestro medio], escrito por Daniel Hyde. Mira la serie de enseñanzas aquí [disponibles solo en inglés].
Este artículo fue originalmente publicado por Ligonier Ministries en esta dirección. | Traducción: María José Ojeda
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Las marcas de una verdadera iglesia: la administración pura de los sacramentos
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Las marcas de una verdadera iglesia: la administración pura de los sacramentos

La segunda de las tres marcas de una verdadera iglesia es la administración pura de los sacramentos. Los dos sacramentos que Cristo mismo instituyó son el bautismo (Mt 28:18-20) y la Cena del Señor (Mt 26:26-29). Debido a nuestra continua lucha contra el pecado, la Palabra visible de los sacramentos complementa la Palabra audible del Evangelio predicada, puesto que Dios «unió [los sacramentos] a la Palabra del Evangelio para presentar mejor a nuestros sentidos externos tanto lo que él nos da a entender en su Palabra, como lo que él hace interiormente en nuestros corazones» (La confesión belga, artículo 33). Puesto que la predicación del Evangelio produce fe, los sacramentos confirman esa fe dentro de nosotros (El catecismo de Heidelberg, pregunta y respuesta 65), de la misma manera que la circuncisión lo hizo con Abraham, al ser el «sello de la justicia de la fe que tenía» (Ro 4:11). Para administrar puramente los sacramentos, una iglesia debe hacerlo «tal como fueron instituidos por Cristo» (La confesión belga, artículo 29). Esto significa, en primer lugar, que la iglesia reconoce que solo existen dos sacramentos (el bautismo y la Cena del Señor) y que, por lo tanto, rechaza los otro cinco sacramentos de la Iglesia Católica Romana por ser falsos (El catecismo de Heidelberg, pregunta y respuesta 68). En segundo lugar, esto significa que la iglesia administra los sacramentos sin la ceremonias ni los elementos no bíblicos que fueron agregados a lo largo de la historia, como lo vemos en la Iglesia Católica Romana. El bautismo debe ser administrado simplemente con agua, en el nombre del Dios trino y por un ministro ordenado (Mt 28:18-20). Ya sea que alguien sea bautizado en el edificio de una iglesia o en la playa; ya sea que se realice con una fuente de agua o en una piscina; ya sea por aspersión, por efusión o por inmersión; y ya sea que el ministro rocíe o sumerja a alguien una o tres veces, da lo mismo. La Cena del Señor se administra puramente cuando el pan (ya sea con o sin levadura) y el vino son entregados por aquellos que profesan tener fe y son miembros de la iglesia de Cristo, no importa si es arrodillados, sentados o parados. Esto debe hacerse recitando las palabras de la institución (como el ejemplo que da Pablo en 1Co 11:23-26: la partición del pan —«…tomó pan… lo partió»—, y la oración que hizo antes de entregar el pan y el vino —«…después de dar gracias…»). La próxima semana concluiremos considerando la tercera marca de una verdadera iglesia: la ejecución de la disciplina en la iglesia. Otros recursos relacionados: Las marcas de una verdadera iglesia: introducción Las marcas de una verdadera iglesia: la predicación pura del Evangelio
Este artículo fue originalmente publicado por Ligonier Ministries en esta dirección. | Traducción: María José Ojeda
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Las marcas de una verdadera iglesia: la ejecución de la disciplina de la iglesia
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Las marcas de una verdadera iglesia: la ejecución de la disciplina de la iglesia

La tercera marca de una verdadera iglesia, la disciplina de la iglesia, tiene una connotación negativa en nuestra cultura, pero la idea bíblica es tanto positiva como negativa. Una persona es parte de la iglesia por medio del bautismo y es alimentada, o disciplinada, por la predicación del Evangelio y la administración de la Cena del Señor. Todos los creyentes verdaderos necesitan ser disciplinados por estos medios hasta que el Señor regrese; por lo tanto, ellos deben recibir la predicación de la Palabra de sus pastores y ser partícipes de la Cena del Señor cuando es servida por los ancianos de la iglesia. Por estos medios, los líderes de la iglesia llevan a cabo la forma positiva de la disciplina de la iglesia. Es positiva en el sentido de que los miembros son animados. La Escritura exhorta a los creyentes a «obede[cer] a sus pastores y [a] sujet[arse] a ellos, porque ellos velan por sus almas, como quienes han de dar cuenta. Permítanles que lo hagan con alegría y no quejándose, porque eso no sería provechoso para ustedes» (Heb 13:17). En contraste, la disciplina tiene una forma negativa porque supone el «castigo de los pecados» (La confesión belga, artículo 29) a aquellos que no se han arrepentido. La disciplina promueve la santidad de Dios (Ez 36:16-21; 1 Co 5:1-5), protege a la iglesia de infección (1Co 5:6; Heb 12:15-16; 2Ti 2:14, 16-18) y restaura a los rebeldes, dejando en claro la gravedad de su resistencia a la Palabra de Cristo y a la iglesia (1Co 5:5; 2Co 2:5-11; Heb 3:12-13; 10:24-25; 12:11-16). ¿Dónde pueden los buscadores de la verdad encontrar al auténtico Jesucristo, su auténtico Evangelio y una iglesia auténtica? Al buscar estas tres marcas bíblicas de la predicación, la administración de los sacramentos y la ejecución de la disciplina piadosa de la iglesia, la persona diligente y discernidora podría encontrar la verdad. Con tantas «iglesias» en cualquier comunidad local, es imperativo que alguien encuentre una congregación que es una verdadera «iglesia» cristiana, una en la que Jesucristo realmente se encuentre con su pueblo en la Palabra y en los sacramentos y los pastoree por medio de la disciplina de sus subpastores: los pastores y los ancianos. Otros recursos relacionados: Las marcas de una verdadera iglesia: introducción Las marcas de una verdadera iglesia: la predicación pura del Evangelio Las marcas de una verdadera iglesia: la administración pura de los sacramentos
Este artículo fue originalmente publicado por Ligonier Ministries en esta dirección. | Traducción: María José Ojeda
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Las marcas de una iglesia verdadera
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Las marcas de una iglesia verdadera

Tristemente, vivimos en una época en la cual la iglesia es vista más o menos como una mezcla heterogénea. Existe todo tipo de iglesia, cada cual provee múltiples opciones a los consumidores y así ellos pueden tomar y escoger lo que quieren. Así fue también un poco en el tiempo de la Reforma, puesto que habían iglesias católicas romanas, ortodoxas, anabautistas, luteranas y reformadas. En la actualidad, la situación es aún más confusa, ya que demasiadas organizaciones se autodenominan iglesias. Tenemos de todo, desde cultos teológicos, como la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, a las miles de iglesias comunes sin denominación, hasta las denominadas iglesias «históricas» y todo lo que hay entre medio. Las palabras de «La confesión belga» son tan ciertas hoy como lo fueron cuando se escribieron: «todas las sectas existentes hoy día en el mundo se cubren con el nombre de la Iglesia» (Artículo 29). Los reformadores buscaron la Palabra de Dios para encontrar respuesta a la pregunta: ¿qué iglesias eran realmente iglesias? Aunque hubo un poco de debate entre los teólogos luteranos y reformados, e incluso entre los mismos teólogos reformados, las iglesias reformadas finalmente se aferraron a la creencia de que la Palabra revelaba tres marcas externas esenciales por las cuales cualquier persona podría determinar si es que una congregación en específico era realmente una iglesia: «los signos para conocer la Iglesia verdadera son estos: la predicación pura del Evangelio; la administración recta de los sacramentos, tal como fueron instituidos por Cristo; la aplicación de la disciplina cristiana, para castigar los pecados» (La confesión belga, artículo 29). Estas tres marcas de una iglesia verdadera (la predicación pura del Evangelio, la administración recta de los sacramentos y la disciplina de la iglesia) se contrastan con las marcas de la falsa iglesia, como continúa «La confesión belga»: «en cuanto a la falsa iglesia, esta atribuye a sí misma y a sus ordenanzas más poder y autoridad que la Palabra de Dios, y rehúsa someterse al yugo de Cristo: no administra los sacramentos como lo ordenó Cristo en su Palabra, sino que quita y agrega a ellos como mejor les parece; se apoya más en los hombres que en Cristo; persigue a aquellos que santamente viven según la Palabra de Dios, y a los que la reprenden por sus defectos, avaricia e idolatría» (La confesión belga, artículo 29). Las iglesias reformadas no tienen la motivación de hablar sobre las iglesias «verdaderas» o «falsas» por ego o arrogancia, sino que por un deseo sincero de ver a todos los hijos e hijas de Dios en iglesias que van a alimentar sus almas. Sin duda, oramos para que el Espíritu Santo nos conceda una determinación continua para predicar el Evangelio con pureza, para administrar rectamente los sacramentos, para aplicar la correcta disciplina en la iglesia y para que nos proteja de atribuirnos más poder y autoridad a nosotros mismos que a la Palabra, de rehusarnos a someternos al yugo de Cristo, de agregar o quitarle cosas a los sacramentos instituidos por Cristo, de confiar más en el hombre que en Cristo y de perseguir a aquellos que viven piadosamente. Oramos para que estas cosas sean verdad en nosotros debido al propósito de Dios para su iglesia: «a esta iglesia católica visible ha dado Cristo el ministerio, los oráculos y las ordenanzas de Dios, para reunir y perfeccionar a los santos en esta vida presente y hasta el fin del mundo, haciendo a aquellos suficientes para este objeto según su promesa, por su presencia y Espíritu» (La confesión de fe de Westminster 25:3). En las próximas tres publicaciones, nos dedicaremos a examinar las marcas de una verdadera iglesia.
Este artículo fue originalmente publicado por Ligonier Ministries en esta dirección. | Traducción: María José Ojeda
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Las marcas de una iglesia verdadera: la predicación pura del Evangelio
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Las marcas de una iglesia verdadera: la predicación pura del Evangelio

La más fundamental de las tres marcas de una verdadera iglesia es la predicación pura del Evangelio. Sin la predicación del Evangelio, no hay iglesia.

Vemos esto en el ejemplo de nuestro Señor, quien comenzó su ministerio terrenal predicando —«Desde entonces Jesús comenzó a predicar: "Arrepiéntanse, porque el reino de los cielos se ha acercado"» (Mt 4:17)— y lo concluyó enviando a sus apóstoles a predicar y continuar su obra —«Vayan, pues, y hagan discípulos de todas las naciones… enseñándoles a guardar todo lo que les he mandado; y ¡recuerden! Yo estoy con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28:19-20)—.

El apóstol Pablo aborda la importancia de predicar la doctrina de la justificación cuando dijo:

¿Cómo, pues, invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quien les predique? ¿Y cómo predicarán si no son enviados? Tal como está escrito: «¡CUÁN HERMOSOS SON LOS PIES DE LOS QUE ANUNCIAN EL EVANGELIO DEL BIEN!» Sin embargo, no todos hicieron caso al evangelio, porque Isaías dice: «SEÑOR, ¿QUIÉN HA CREÍDO A NUESTRO ANUNCIO?». Así que la fe viene del oír, y el oír, por la palabra de Cristo (Romanos 10:14-17).
Para predicar el Evangelio puramente, un ministro debe predicar que los pecadores son justificados solo por la gracia gratuita de Dios, la cual es recibida solo por fe, que en sí misma es un regalo de Dios y se pone y reposa únicamente en Jesucristo, el Justo. Las iglesias deben asegurar que aquellos que están en las bancas entiendan, en las palabras del famoso himno My hope is built in Jesus’ blood and righteousness, que nuestra «esperanza no se encuentra en ningún otro lugar que no sea en la sangre y la justicia de Jesús». Fue la pérdida de esta verdad en la Iglesia Católica Romana lo que preocupó a los reformadores. Como dijo el reformador italiano Peter Martyr Vermigli (1499-1562) sobre la iglesia católica, «sin duda han corrompido la doctrina, puesto que niegan lo que afirma la Escritura: que somos justificados solo por la fe». Los reformadores entendieron que la justificación será predicada puramente cuando la Palabra sea «maneja[da] con precisión» (2Ti 2:15). Una parte del uso correcto de la Palabra implica reconocer que tiene estos dos elementos: la ley y el Evangelio. La ley debe ser predicada en todo su espanto, mientras que el Evangelio debe predicarse en todo su consuelo, pues hace lo que la ley no puede hacer (Ro 8:3-4; CD, 3/4.6). En pocas palabras, los reformadores nos enseñaron a predicar a Cristo crucificado (1Co 1:23). Si una iglesia predica cualquier otro «evangelio», ya sea explícitamente fe más obras o una versión insidiosa de «entra por fe, permanece por obediencia», esa iglesia no actúa conforme a la «enseñanza de Cristo» (2Jn 9), sino que conforme al falso anticristo. Cualquier otra cosa aparte de la doctrina de la justificación sola fide es lo que Pablo denominó «un evangelio diferente» (Ga 1:6), lo que conlleva ser un eterno anatema (Ga 1:8-9). La próxima semana consideraremos la segunda marca de una verdadera iglesia: la administración pura de los sacramentos.
Este artículo fue originalmente publicado por Ligonier Ministries en esta dirección. | Traducción: María José Ojeda
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El Día del Señor es un regalo de Dios

Los primeros cuatro mandamientos de la Ley nos enseñan cómo amar a Dios, incluso cómo amarlo en adoración en el día que él eligió. Es importante para nosotros que entendamos el cuarto mandamiento, en el que Dios da su orden para el día de su adoración: «“Acuérdate del día de reposo para santificarlo”» (Ex 20:8). Como cristianos, ¿cómo estamos para obedecer este mandamiento?

De la creación a la nueva creación

Desde la creación hasta Cristo, el pueblo de Dios trabajó seis días y descansó el séptimo. Esto era una imagen de su espera por el descanso eterno. El séptimo día de la creación no fue estructurado con «una tarde y una mañana» como los seis días previos (Gn 2:1-3), lo cual significó que el séptimo día no tenía fin y por consiguiente era un anticipo de la eternidad misma. Por otro lado, desde la obra de Cristo hasta su consumación, el pueblo de Dios ha descansado el primer día y trabajado los seis siguientes, mirando hacia la obra consumada de Cristo. Y así nosotros también esperamos la consumación completa de este descanso. Cuando nuestro Señor yacía en la tumba desde la tarde el viernes hasta el domingo temprano en la mañana, el orden viejo de las cosas fue enterrado con él; cuando resucitó, él comenzó un nuevo orden de las cosas. Es por esto que el Evangelio de Juan habla del primer día de la semana como el octavo día, literalmente, «ocho días después» (20:26). No era solo el comienzo de otra semana, sino que de hecho, un nuevo comienzo. Esto porque la resurrección de Cristo era la primicia de la resurrección final de todas las cosas (Ro 8:18-25; 1Co 15:23). En el Día del Señor, nuestra adoración es una conmemoración de la obra alcanzada de Cristo y su triunfante resurrección, y una anticipación del día de la nueva creación, cuando el Señor haga todas las cosas nuevas (Ap 21:4-5). Pero también es una participación en la era venidera que ya está presente en este  tiempo. Cómo dice Pablo, «...ha llegado el fin de los siglos» (1Co 10:11) sobre nosotros. Hemos entrado en el reposo del sábado, según nos dice el autor de Hebreos: «porque los que hemos creído entramos en ese reposo… pues el que ha entrado a su reposo, él mismo ha reposado de sus obras, como Dios ha reposado de las suyas» (Heb 4:3, 10).

Dejemos que el Día del Señor nos estructure

Todo esto nos enseña que en vez de ver el Día del Señor como una regla que reprime nuestros «fines de semana», necesitamos verlo como un regalo de Dios que en realidad estructura nuestras vidas. La práctica del Día del Señor no es legalismo, sino que es una parte de nuestra devoción, proveyéndonos descanso físico y espiritual. Santificamos el día porque no pertenecemos a esta era que es pasajera sino que a la gloriosa era que vendrá. Necesitamos reconocer, entonces, que el domingo es el Día del Señor y no la mañana del Señor (o, tristemente, la hora del Señor), de la misma manera que el sábado era un día de reposo. Cómo cristianos, hemos sido liberados de la «tierra de Egipto,... de la casa de servidumbre» (Ex 20:2; Dt 5:6), que es el poder esclavizante del pecado y Satanás. Ahora somos «siervos de Dios» (Ro 6:22). Como sus siervos, debemos darnos como sacrificio en adoración a Dios, por medio de Cristo, en el poder del Espíritu (Ro 12:1-2; Ef 2:18). Debemos apartar el Día del Señor para recordar nuestra creación (Ex 20:11) y nuestra nueva creación (Dt 5:15) en adoración pública. Esto es lo que dice el Catecismo de Heidelberg cuando responde esta pregunta, «¿Qué ordena Dios en el cuarto mandamiento?» Noten que la respuesta no contiene una lista variada de «cosas que hacer» y «cosas que no hacer», simplemente dice:
Primero, que el ministerio de la Palabra y la enseñanza sean mantenidos, y que yo frecuente asiduamente la iglesia, la congregación de Dios, sobre todo el día de reposo, para oír la Palabra de Dios y participar de los santos sacramentos; para invocar públicamente al Señor, y para contribuir cristianamente a ayudar a los necesitados. (Pregunta y respuesta 103).
Puesto que el domingo es el Día del Señor, es su voluntad para nosotros que frecuentemos asiduamente la iglesia, «no dejando de congregarnos, como algunos tienen por costumbre, sino exhortándonos unos a otros , y mucho más al ver que el día se acerca» (Heb 10:25). Esta diligencia en anticipación del día final es vista en los primeros cristianos quienes, «se dedicaban continuamente a las enseñanzas de los apóstoles, a la comunión, al partimiento del pan y a la oración» (Hch 2:42). Apartar el domingo significa que debemos comprometernos a descansar y a adorar agradecidamente al Dios trino porque pertenecemos a Cristo, no a nosotros mismos (Catecismo de Heidelberg, Pregunta y respuesta 1). El Día del Señor es el día en el que Jesús nos lleva a nuestro Padre, nos pone en sus manos y nos alimenta con la comida del Espíritu Santo para nuestras almas, la predicación del Evangelio y los sacramentos. Entonces, no existe nada mejor que podamos hacer en el Día del Señor que reunirnos como pueblo para adorar juntos a nuestro Dios del pacto y recibir sus medios oficiales de gracia. Como el anglicano J. C. Ryle dijo elocuentemente:
Nunca te ausentes de la casa del Señor los domingos, sin una buena razón (nunca te pierdas la Cena del Señor cuando es servida en nuestra congregación), nunca dejes que tu lugar esté vacío cuando los medios de gracia están presentes, pues esta es una forma de ser un cristiano próspero y camino a la madurez. El mismísimo sermón que nos perdemos sin necesidad, puede contener una palabra preciosa para nuestras almas. La sola reunión para la oración y la adoración que nos perdemos, podría ser la misma reunión que habría animado, fortalecido y avivado nuestros corazones.
Este artículo fue originalmente publicado por Ligonier Ministries en esta dirección. | Traducción: María José Ojeda