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Quince razones por las que tu alma necesita la adoración comunitaria y no solo una transmisión en vivo
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Quince razones por las que tu alma necesita la adoración comunitaria y no solo una transmisión en vivo

La pandemia continúa. La asistencia presencial en muchas iglesias sigue siendo escasa, o al menos más escasa de lo que era antes. Por diversas razones, puede que algunos necesiten continuar quedándose en casa. Sin embargo, otros miembros completamente vacunados o de bajo riesgo parecen preferir las transmisiones en vivo por más tiempo de lo que esperábamos.  En medio de estas diversas circunstancias e incertidumbres, necesitamos liderar bien a nuestra congregación. Parte de eso significa recordarles lo que perdemos cuando no nos congregamos físicamente para adorar. A continuación, encontrarás quince reflexiones que he escrito sobre todo lo que perdemos cuando decidimos adorar desde el sofá en lugar de desde las bancas de la iglesia. 1. Como Bonhoeffer dijo en Vida en comunidad: «La presencia sensible de los hermanos es para el cristiano fuente incomparable de alegría y consuelo». La mera presencia de otros cristianos tiene un efecto fortificante en nuestras almas, más allá de lo que incluso somos capaces de reconocer conscientemente. Esa es una de las razones por las cuales la Biblia nos exhorta a reunirnos. Somos el mismísimo cuerpo de Cristo, conectados orgánicamente unos con otros, en donde la vida y la fuerza de Cristo mismo fluyen hacia nosotros a través de unos a otros. 2. En un servicio de adoración virtual la participación es unidireccional, no bidireccional. Recibes, pero no puedes dar. Ves a aquellos que están dirigiendo la adoración, predicando y orando, pero ellos no te pueden ver a ti. No ven tus ojos ni tu cuerpo ni tu solidaridad. En el mejor de los casos eres un número conectado a una transmisión en vivo. 3. Usamos nuestras pantallas para trabajar y para entretenernos. No obstante, la adoración congregacional no es lo uno ni lo otro. Mirar el servicio de adoración desde nuestras pantallas puede diluir sutilmente lo especial que tiene la adoración congregacional, puesto que el medio de comunicación mismo tiende a reducirlo a otras realidades más mundanas de la vida como el trabajo o la entretención. 4. Asistir al servicio de adoración requiere mayor esfuerzo. Tienes que sacarte el pijama y ponerte tus jeans. Tienes que subirte al auto. Si tienes niños, tienes que someterte a una cierta rutina para que luzcan presentables y se suban a la miniván. Los que vivimos en el norte de Estados Unidos también tenemos que lidiar con la nieve, el hielo y el frío. Pero está bien. Estamos enseñándoles a nuestros hijos y estamos formando nuestras propias almas a valorar la adoración congregacional. El esfuerzo mismo de asistir al servicio de adoración nos forma en una dirección sana al reforzar el valor irremplazable de reunirnos con otros cristianos. 5. No solo se trata del servicio de adoración mismo; también está el tiempo que pasamos en la entrada, las conversaciones de pasillo, el gesto de saludo de un lado del edificio  al otro, las sonrisas en el estacionamiento, los saludos mientras nos lavamos las manos en el baño. Todo eso se pierde en un servicio de adoración virtual desde la casa. En lugar de subirte al auto a las 9:10 para asistir al servicio de las 9:30, llegar a las 9:25 y pasar varios minutos de conversaciones de pasillo, además de la comunión y el ánimo compartido sin apuro alguno después del servicio, abres tu computador portátil a las 9:29 y lo cierras un segundo después de la bendición final. Un período prolongado de adoración virtual debilita nuestras relaciones.  6. Hay algo más que es más difícil de expresar, aunque está relacionado con el punto anterior. Mental y psicológicamente hay un cierto «ascender» a medida que conduces a la iglesia, te estacionas y caminas hacia el edificio, te acomodas en tu asiento o en la banca de la iglesia. Y hay un «descender» reflexivo cuando sales del edificio, conduces de vuelta a casa y reflexionas sobre lo que acabas de vivir. Todo eso se pierde cuando este ascender y descender es reemplazado por un abrir y cerrar de tu computador portátil. La adoración congregacional exige preparación y luego asimilación, y la asistencia presencial facilita eso de una forma que ciertamente casi se diluye en un servicio de adoración vivido desde un sofá.  7. La oración. ¿Con quién podemos orar si nos quedamos en casa? Quizás con nuestro cónyuge. Pero lo cierto es que necesitamos otros cristianos con quienes orar. Necesitamos otros cristianos por quienes orar. Queremos seguir aprendiendo a caminar por la vida como si Dios realmente estuviera allí, porque lo está. Ese crecimiento se atrofia en un aislamiento prolongado.  8. El aliento. Subestimamos enormemente el poder espiritual del aliento, tanto para el que lo da como para el que lo recibe. Una de las razones por las cuales nos reunimos es para animarnos; es decir, para alentarnos unos a otros. Cuando saludo a un amigo y él me pregunta qué tal estuvo mi semana, le puedo compartir que estoy afrontando un desafío a lo que él puede responder: «¡No te des por vencido! Dios está contigo». Un intercambio de 30 segundos que vino y se fue en un abrir y cerrar de ojos, pero donde mi alma quedó reconfortada.  9. Es más difícil para tu predicador cuando estás en casa. No puede verte. Él sabe que algunos de ustedes están allí y trata de incluirlos mirando a la cámara de vez en cuando, pero no hay forma de que sepa si estás asintiendo con tu cabeza a lo que está diciendo o si te estás quedando dormido. No tiene ninguna forma de saber cómo estás reaccionando. Podrías estar saltando de emoción, pero él no tiene idea. La predicación saludable es dialógica: tu predicador se revigoriza con tus miradas, con tus asentimientos, con tu atención. Necesita verte.  10. Y la predicación es más difícil para ti cuando estás en casa. Sentarte en tu sofá mirando a tu predicador que en ese momento no es más que una cabeza en la pantalla, simplemente no es tan agradable como sentarse a seis metros de distancia de él en una habitación con buena acústica y rodeado de docenas de otros cristianos que también están escuchando contigo. La atención a un predicador en 2D necesariamente disminuye en comparación con la que le damos a un predicador en 3D.  11. En la adoración congregacional dentro de tu iglesia, no todo sigue un guion. Saludarás a alguien que no esperabas ver. Es probable que una visita se siente cerca de ti y tengas la oportunidad de darle la bienvenida. Incluso podrías guiar a otro a Cristo. Nada de eso puede suceder desde tu sofá. Allí todo sigue un guion, por lo que es casi imposible tener una interacción fortuita.  12. Cuando estás en el edificio, no puedes mutearte. No puedes presionar pausa para hacerte otra taza de café. No puedes subir ni bajar el volumen. No sientes tanto la tentación de sacar tu celular y revisar quién te acaba de enviar un mensaje. Cuando estás en la iglesia, estás maravillosamente capturado por el ambiente. Estás cautivado, junto a otros cristianos, ante Dios. Y eso es bueno.  13. Cantar. Quizás puedes escuchar a la congregación cantando en tus parlantes en casa, pero todos sabemos que eso no es lo mismo que escuchar las voces reales a tu alrededor. Lo mismo sucede con la recitación de la Escritura de forma comunitaria o con la lectura de una confesión de pecados al unísono, aunque sea a través de las mascarillas. Hay una artificialidad necesaria incorporada cuando estas cosas se hacen solo entre tú y tu familia en tu sala de estar. Tus hermanos en la fe necesitan escucharte cantar. Tú los fortaleces cuando ellos escuchan tu voz, incluso cuando no puedes entonar una melodía. Lo sepan o no, refuerzas su teología con tu voz.  14. Los sacramentos. Perdemos la oportunidad de compartir la Cena del Señor si estamos en casa y, sin embargo, creemos que esta es una fuente vital de fortaleza espiritual, no un mero acto conmemorativo.  15. El tiempo. Entre más tiempo pasa y más cómodos nos sentimos al intentar vivir el servicio de adoración desde casa, más «fuera de forma» nos ponemos. No estamos ejercitando nuestros músculos de adoración congregacional. Entre más tiempo esperemos, más normal nos parecerá adorar desde la casa. Por todas las razones establecidas anteriormente, esto está lejos de ser lo ideal.  Toda esta situación no es fácil para ninguno de nosotros. Seamos pacientes el uno con el otro. Amémonos, comprendámonos y extendamos gracia unos a otros. Pero si las precauciones de protección requeridas están en orden, alentémonos firmemente unos a otros a reunirnos para la adoración congregacional.  Este virus es malo. Lo entiendo. Protejamos nuestros cuerpos, pero no a expensas de nuestras almas.
Este artículo fue publicado originalmente en 9Marks. Traducción: Marcela Basualto
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Necesitas a Cristo para dar muerte a tu pecado
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Necesitas a Cristo para dar muerte a tu pecado

Haz morir tu pecado

Existe un tipo de dolor que llega a nosotros sin permiso: el sufrimiento, la angustia, la frustración, que llevan nuestras vidas en contra de lo que queremos o esperamos. No obstante, junto a este tipo de dolor en el que somos pasivos, hay otro en el que somos activos. Me refiero a la milenaria disciplina que los teólogos llaman mortificación. Mortificación es solo un término teológico para las palabras dar muerte. Se refiere a la tarea de cada cristiano de hacer morir el pecado. Como Owen lo puso en su obra más importante jamás escrita sobre hacer morir el pecado: «Mata al pecado o el pecado te matará a ti»[1]. Ninguno de nosotros está alguna vez en modo neutro. Ahora mismo, cada uno de nosotros, que está en Cristo, está haciendo morir su pecado o el pecado nos está matando a nosotros. Ya sea fortaleciéndonos o debilitándonos. Si piensas que avanzas sin esfuerzo, en realidad estás retrocediendo. No hay velocidad crucero espiritual. Podría sentirse como si estuvieras en neutro actualmente, pero nuestros corazones son como jardines: si no estamos arrancando las malezas de manera productiva, las malezas crecerán, incluso si no lo notamos.  La obra de la mortificación es para todo cristiano. Los teólogos han hablado de la mortificación en conjunto con la vivificación; esto es, dar muerte y ser hecho vivo. En la conversión «morimos» una vez y para siempre. Sin embargo, está también el patrón diario de descender a la muerte y ascender a la vida. Esta enseñanza sobre la mortificación es la faceta más activa de nuestro crecimiento en Cristo. La salvación cristiana y el crecimiento que enciende es fundamentalmente un asunto de gracia, rescate, ayuda y liberación; es Dios invadiendo nuestras pequeñas miserables vidas y triunfando gloriosa y persistentemente sobre todo el pecado y el yo que Él encuentra ahí. Sin embargo, eso no significa que seamos robots. El versículo en el que John Owen basó su libro sobre la mortificación fue Romanos 8:13: «Porque si ustedes viven conforme a la carne, habrán de morir; pero si por el Espíritu hacen morir [i. e., mortificar] las obras de la carne, vivirán. Uno de los puntos clave que Owen toma tiempo en explicar en su libro está capturado por tres palabras: «por el Espíritu». No hacemos morir al pecado por medio de recursos inherentes a nosotros. Sino que notamos que incluso el aspecto más activo de nuestra santificación, la faceta donde nuestra propia voluntad está más completamente involucrada, la mortificación de nuestro pecado, no es algo que abordemos por nuestra cuenta. Lo hacemos «por el Espíritu». A medida que vemos que el pecado y la tentación nos hacen caer, clamamos al Espíritu por gracia y ayuda, y luego actuamos en dependencia consciente de ese Espíritu, asumiendo por fe que somos, gracias al Espíritu, capaces de hacer morir ese pecado o resistir esa tentación. El diablo quiere que pensemos que somos impotentes. No obstante, si Dios el Espíritu está dentro de nosotros, el mismo poder que resucitó el cuerpo muerto de Jesús a una vida triunfante es capaz de ejercer ese mismo poder vital en nuestras pequeñas vidas. Como dijo Pablo brevemente antes de Romanos 8:13: «Pero si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en ustedes, el mismo que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos, también dará vida a sus cuerpos mortales por medio de su Espíritu que habita en ustedes» (Ro 8:11).

Mortificación versus autoflagelación

Necesitamos poner sobre la mesa un posible concepto erróneo y eliminarlo antes de continuar. Al hablar del dolor como un ingrediente vital en nuestro crecimiento, y especialmente ahora, mientras hablamos de nuestro «dolor» autoinfligido de la mortificación, tenemos que estar siempre atentos a no ver el dolor de nuestras vidas en ninguna manera como una contribución a la obra expiatoria de Cristo. Eso podría sonar obvio, pero la tentación de hacerlo es muy sutil e insidiosa. En la obra terminada de Cristo en la cruz, somos completamente liberados de los poderes acusadores del diablo y de nuestras propias conciencias. Al hacer morir el pecado, no estamos completando la obra terminada de Cristo; estamos respondiendo a ella. Cristo fue muerto para que nuestro éxito o fracaso relativos en hacer morir al pecado no sea parte de la fórmula de nuestra adopción en la familia de Dios. En la Semana Santa de 2009, The Boston Globe publicó una historia con imágenes de varias comunidades cristianas alrededor del mundo celebrando el Jueves Santo[2]. Una imagen particularmente llamativa fue la de la ciudad de San Fernando en Filipinas, donde muchos penitentes católico romanos fueron fotografiados mientras se arrodillaban ante una iglesia, con el torso descubierto y espaldas ensangrentadas, autoflagelándose intentando expiar sus pecados. Nos horrorizamos correctamente por esta imagen, sabiendo que la necesidad de este tipo de dolor autoinfligido ha sido maravillosamente erradicado por el propio sufrimiento de Cristo. Sería una respuesta extraña para un criminal, a quien ya se le pagó la fianza para salir de la prisión, bajar inmediatamente al ayuntamiento para pagar la fianza él mismo; él ya ha sido liberado. Sin embargo, me pregunto si realmente nos tomamos en serio lo que está mal sobre esta práctica. ¿Acaso no es una tentación constante para los cristianos occidentales involucrarse en tal autoflagelación psicológica y emocional, si es que no física? ¿Cuál es tu respuesta cuando te haces consciente de tu pecado? Si eres como yo, sabes que Cristo murió por eso y estás agradecido. No obstante, solo para mostrar cuán agradecido estás o para sellar el trato, te autoinfliges un poco de dolor psicológico para completarlo. Por supuesto, no para agregar algo conscientemente a la obra de Cristo. ¡Ni Dios quiera! Solo le haces saber cuánto te importa dejar en claro que eres un cristiano serio. Nada físico, solo un poco de obediencia extra externalizada, un servicio formal o alimentarse de la culpa. El problema es que todo el mensaje de la Biblia se trata de que si vamos a agregar una guinda de autocontribución sobre la obra de Cristo para estar realmente bien, tenemos que proveer el helado completo. Todo o nada. Y la tragedia es que aunque aprobamos teológicamente la verdad de que no podemos agregarle nada a la obra de Cristo, intentamos tranquilizarnos emocionalmente al ayudar un poco al Señor. No obstante, agregar algo para sellar el trato es precisamente lo que creará una intranquilidad respecto a si realmente el trato estará sellado alguna vez. ¿Qué pasa si no sellamos el trato lo suficientemente bien? Ese instinto innato de echarle una mano a la opinión que Dios tiene de nosotros al tomar dosis automedicadas de recompensa humanamente generadas parece tan lógico, tan razonable e intuitivo. ¿De qué otra manera viviríamos? No obstante, la gloria del Evangelio es que este intento de ayudar a Dios no solo es innecesario, sino que es un rechazo al ofrecimiento de Dios en Cristo. No es un fortalecimiento de la opinión que Dios tiene de mí, sino que es una reducción de ella. No honra la obra sacrificial de Cristo por nosotros; deshonra su obra. Nos pondrá malhumorados y tensos, en lugar de hacernos humildes y libres. Entonces, a medida que reflexionamos sobre mortificar nuestro pecado, hagámoslo teniendo muy en cuenta que nunca podremos fortalecer la declaración objetiva de «absuelto y justificado» que es nuestra solo por fe basada en la obra terminada solo de Cristo. Este artículo es una adaptación de Deeper: Real Change for Real Sinners [Más profundo: un cambio real para los verdaderos pecadores] escrito por Dane C. Ortlund.
Este artículo fue publicado originalmente en inglés y traducido con el permiso de Crossway.

[1] John Owen, Victoria sobre el pecado y la tentación (Lima: Teología para vivir, 2019), 66.

[2] «The Big Picture: News Stories in Photographs» [El panorama completo: historias de noticias en fotografías], Boston.com, 10 de abril, 2009. Artículo consultado en línea: www.archive.boston.com/bigpicture/2009/04/holy_week.html