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¿Deberíamos dejar de usar credos y confesiones?
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¿Deberíamos dejar de usar credos y confesiones?

Muchos cristianos evangélicos desconfían instintivamente de todo lo que tenga que ver con credos y confesiones: esos textos establecidos que ciertas iglesias han usado a lo largo de las épocas para darle una expresión concisa a la fe cristiana. Para tales personas, la idea misma de usar semejantes declaraciones autoritativas de fe extra-escriturales parece amenazar la propia esencia de su creencia de que la Biblia es la revelación singular de Dios, la base suficiente para conocerlo, y la autoridad suprema en asuntos de religión.

Ciertamente, los credos y las confesiones pueden usarse de una forma que socave la visión protestante tradicional de la Escritura. Tanto la iglesia católica romana como la ortodoxa oriental confieren una autoridad tal a la declaración de la iglesia institucional, que los credos pueden parecer llevar una autoridad más basada en la aprobación de la iglesia que en su conformidad a la enseñanza de la Escritura. Los evangélicos tienen razón en querer evitar cualquier cosa que huela a semejante actitud. Sin embargo, me gustaría argüir que los credos y las confesiones deberían cumplir una función útil en la vida de la iglesia y de los creyentes individuales. Primero, los «cristianos sin credo» simplemente no existen. Declarar que uno «no tiene más credo que la Biblia» es un credo, porque la Biblia en ninguna parte se expresa de esa manera. Es una formulación extra-bíblica. En realidad hay sólo dos tipos de cristianos: los que son honestos al admitir que tienen un credo, y los que lo niegan pero igualmente poseen uno. Pregúntale a cualquier cristiano lo que cree, y si piensa aunque sea un poco, no simplemente te recitará textos bíblicos: te ofrecerá, más bien, un informe sumario de lo que considera ser la enseñanza bíblica usando una forma de palabras que serán, en mayor o menor grado, extra-bíblicas. Todos los cristianos tienen credos —formas de palabras— que intentan expresar en un breve compendio grandes porciones de enseñanza bíblica. Y nadie debería ver los credos y las confesiones como independientes de la Escritura: ellos fueron formulados en el contexto de una elaborada exégesis bíblica y dependieron conscientemente de la revelación singular de Dios en y por medio de la Escritura. Dado este hecho, el segundo punto es que algunos cristianos tienen credos que han sido probados y examinados por la iglesia durante siglos, mientras que otros tienen credos creados por su pastor o hechos por ellos mismos. Ahora bien, no hay una razón necesaria por la cual los últimos habrían de ser inferiores a los primeros; pero, sobre la base de que no es necesario reinventar la rueda, ciertamente no es una virtud darles la espalda a aquellas formas de sanas palabras que, por cientos de años, han hecho un buen trabajo articulando aspectos de la fe cristiana y facilitando su transmisión de un lugar a otro y de generación en generación. Si tú quieres, digamos, rechazar el credo niceno, por supuesto que eres libre de hacerlo; sin embargo, deberías al menos tratar de reemplazarlo por una fórmula que haga el trabajo de manera igualmente efectiva para una cantidad similar de gente durante los próximos 1500 años. Si no puedes hacerlo, quizás la respuesta apropiada al antiguo credo no sea la iconoclasia sino la modestia y la gratitud. Tercero, los credos y confesiones de la iglesia nos ofrecen puntos de continuidad con la iglesia del pasado. Como lo observé anteriormente, no hay necesidad de reinventar el cristianismo cada domingo, y en una época anti-histórica y orientada al futuro como la nuestra, ¿que movida más contracultural podemos hacer como cristianos que identificarnos conscientemente con tantos hermanos y hermanas que ya han partido? Además, aunque los protestantes se enorgullecen justificadamente del hecho de que todo creyente tiene derecho a leer las Escrituras y, en Cristo, tiene acceso directo a Dios, deberíamos seguir reconociendo que el cristianismo es primero y por sobre todo una religión corporativa. El medio usado por Dios para obrar en la historia ha sido la iglesia; las contribuciones de los cristianos individuales han sido grandes, pero todas éstas palidecen en comparación con la gran obra divina en y por medio de la iglesia como un todo. Esto se aplica tanto a la teología como a cualquier otra área. Las percepciones de maestros y teólogos individuales a lo largo de los siglos han sido profundas, pero nada logra equiparar la sabiduría corporativa de los píos reunidos en los grandes concilios y asambleas de la historia de la iglesia. Esto me lleva a mi cuarto punto: los credos y las confesiones generalmente se concentran en lo importante. Los primeros credos, tales como el de los apóstoles y el niceno, son muy breves y abordan lo esencial de lo esencial. Sin embargo, esto es así aun en las declaraciones de fe más elaboradas, tales como la Confesión Luterana de Augsburgo o la Confesión de Fe de Westminster. En realidad, cuando observas los puntos doctrinales que estos diversos documentos cubren, es difícil ver qué podría dejarse afuera sin suprimir algo central y significativo. Lejos de ser declaraciones exhaustivas de fe, son resúmenes de lo esencial. Como tales, son singularmente útiles. Por todas las razones anteriores, los evangélicos deberían amar los grandes credos y confesiones. En última instancia, deberíamos seguirlos sólo hasta donde representen el sentido de la Escritura, pero es ciertamente necio y arisco rechazar una de las principales formas con que la iglesia ha meticulosamente transmitido su fe a través de las épocas.
Este artículo fue originalmente publicado por Ligonier Ministries en esta dirección. | Traducción: Cristian Morán
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El consumismo y los constantes cambios que desafían a la iglesia
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El consumismo y los constantes cambios que desafían a la iglesia

Tanto en el mundo evangélico liberal como en el conservador, discutir sobre cultura se ha convertido virtualmente en un rasgo identificatorio. Queda por debatir si esto es en sí mismo un imperativo bíblico o meramente una reacción cultural a una época dominada por el fundamentalismo. En verdad, una de las cosas desconcertantes sobre quienes hoy sacan partido de la discusión cultural cristiana es que, en términos generales, cuando hablan de «cultura», suelen referirse a lo que podríamos llamar cultura popular, particularmente las películas, Internet y la música más habitualmente orientada a los jóvenes. Por lo general, lo que se tiene en mente no es la «cultura» entendida como las tradiciones, las instituciones y los mecanismos mediante los cuales una sociedad transmite una forma de vida a través de las generaciones. No, hoy la palabra «cultura» quiere decir cultura popular e, irónicamente, eso reduce el concepto a una función del mercado. La música, las películas y esa clase de cosas no son tanto un reflejo de la cultura más amplia en los términos de la segunda definición; más bien, representan lo que es y lo que no es comercializable en términos de gusto contemporáneo, y en realidad, no reflejan simplemente un gusto sino también una influencia. Yo diría que, si tenemos esto presente al reflexionar sobre el tema de la cultura y la rapidez del cambio, necesitaremos rechazar uno de los clichés modernos más comunes: la idea de que la cultura moderna está siempre cambiando. Voy a sugerir que este no es el caso. De hecho, la cultura no está siempre cambiando, ni rápidamente ni de otra forma; en lugar de eso, el cambio rápido corresponde a la cultura moderna. Los fenómenos de la cultura moderna —las modas, la música, las celebridades— están cambiando todo el tiempo, pero esta es una función del fundamento cultural subyacente —es decir, el consumismo—. Para las sociedades construidas sobre el consumo, el cambio es un componente esencial. La obsolescencia intencional, la necesidad de que los mercados estén constantemente reinventando productos, los apetitos voraces de todos nosotros por lo nuevo y lo novedoso: estas son las cosas que dirigen la cultura del cambio rápido. Si no fuera así, todos necesitaríamos comprar un solo televisor, una sola lavadora, un solo automóvil, un solo traje elegante, etcétera. Sin embargo, en la realidad, nuestras lavadoras funcionan entre cinco y diez años —tal como se ha establecido en su diseño—, y aunque eso sea un poco molesto, también nos permite reemplazarlas por modelos que, francamente, no hacen un mejor trabajo que los anteriores pero lucen mucho más apropiados para el mundo actual. Aun aquellos aspectos transnacionales de la cultura popular —la cultura juvenil y el deporte— están sujetos a la misma rapidez de cambio. Después de todo, ¿qué chico querría usar algo que estuvo de moda el año pasado? Y actualmente muchos equipos deportivos parecen cambiar los diseños de sus camisetas tan a menudo, que uno se siente afortunado si la camiseta comprada en la tienda del estadio antes del partido sigue siendo la más reciente cuando suena el pitazo final. Como lo he insinuado antes, todo este cambio es una ilusión óptica. Ante nuestros ojos, el mundo puede parecer estar constantemente cambiando como un desfile interminable y centelleante de imágenes caleidoscópicas que marean, pero esto es meramente una ilusión que alimenta el mito que a cada generación le gusta creer sobre sí misma: que esta época, aquí y ahora, es única y especial, y que las reglas del año pasado ya no pueden aplicarse con credibilidad alguna. En absoluto. Puede parecer que estamos viviendo en un mundo de cambio, pero por debajo de todo hay una cultura constante que cambia poco, si acaso lo hace, de un año a otro —la cultura del consumismo que crea el culto al cambio constante—. Es con ese fundamento subyacente que la iglesia debe relacionarse. ¿Cómo puede la iglesia hacer eso? De una sola manera: siendo contracultural. La iglesia, tanto a nivel local como a nivel de sus denominaciones, debe ser el agente de la contracultura. Las «guerras culturales», tan a menudo consideradas por la iglesia en términos de fenómenos culturales como la legislación política, los programas de TV, etcétera, deben entenderse a un nivel mucho más profundo. La iglesia necesita contrarrestar la cultura en los mismísimos fundamentos de ésta. En verdad, en esto la iglesia no tiene alternativa porque, sin duda, entre las consecuencias más desafortunadas de esta mentalidad consumista, se hallan estas dos (que son, ambas, contrarias a la doctrina comúnmente aceptada): Primero, en un mundo donde nada parece ser sólido o seguro, cuando todo está constantemente avanzando, o disolviéndose, o estropeándose, o mutando para convertirse en algo diferente, o incluso convirtiéndose en lo opuesto, la noción misma de estabilidad deja de tener sentido o importancia y, podríamos agregar, el concepto mismo de sentido deja de tener sentido. La conexión entre la forma de ser del mundo en términos de consumo material y la forma en que el mundo piensa sobre la verdad es compleja, pero hay una conexión muy definida. Cuando la estética del cambio permanente es percibida sencillamente  como parte de lo que el mundo es, entonces viene inevitablemente a impactar más que simplemente la forma en que elegimos un par de bluejeans; viene a moldear la visión misma que tenemos del mundo como un todo. Segundo, en un mundo guiado por el consumismo, todo es un producto o una mercancía, y el juego viene a consistir en descubrir lo que el mercado tolerará, y moldear y encauzar la publicidad de tu producto como sea necesario. Aunque uno no puede estar seguro de que la doctrina tradicional jamás «venderá» en tales circunstancias, sí puede estar seguro de que no venderá por mucho tiempo antes de que sea necesario cambiarla, reempaquetarla, hacerla más atractiva, y ayudarla a competir con los nuevos productos que siempre están llegando a las estanterías. En resumen, el cristianismo, con su afirmación de que la verdad no cambia, de que el Jesús de Pablo es el Jesús de hoy, y de que Dios es el gran «sujeto» ante el cual todos somos «objetos», este cristianismo, por su existencia misma, protesta contra la cultura tanto al nivel de los fenómenos (donde la verdad es el cambio, no la estabilidad) como a un nivel fundacional (donde el impulso constante es la negociación entre el proveedor y el consumidor —sea que hablemos de ideas o de marcas de cafeteras—).  Aquí es donde necesitamos ser cuidadosos. En su fascinante libro Nation of Rebels: Why Counterculture Became Consumer Culture (Nación de rebeldes: Por qué la contracultura se convirtió en la cultura del consumidor), Joseph Heath y Andrew Potter muestran en términos aleccionadores cómo la contracultura de la década de 1960 terminó no sólo siendo adoptada por la cultura del consumo sino que incluso llegó a capturar una parte significativa de la cuota de mercado, con frases típicas tales como «Sin logotipo» convertidas en logotipos diseñados. La lección que el libro deja es que el consumismo es una de las fuerzas culturales más poderosas que se hayan desencadenado jamás, y su capacidad de convertir todo en mercancía, aun lo que se opone a ella, es impresionante. Y lo que llegó a suceder con los hippies de la década de 1960 es indudablemente un peligro aun mayor para un mundo evangélico que, en comparación con los asistentes a Woodstock, siempre ha estado más cerca del estilo de vida americano. Así, no basta con que la iglesia simplemente desafíe al cambio en sí mismo; lo que debe hacer es pensar con mucho cuidado sobre la forma en que se relaciona con los motores que guían a esta cultura: la mercadotecnia, la codicia, los conceptos mundanos del éxito y el poder, y la necesidad de encontrar satisfacción en cosas distintas al evangelio. No es fácil darse cuenta de cómo se consigue esto, pero, tomando prestada una frase de la política contemporánea, quizás necesitamos actuar en forma local mientras planificamos de manera global. La iglesia local es indudablemente la unidad más básica de la resistencia contracultural. Decir cada domingo el Credo de los Apóstoles, por ejemplo, es declarar claramente ante la iglesia y el mundo que el cristianismo no se reinventará durante el culto. Los pastores que permanecen en sus cargos por más de un par de años envían una señal de que su ministerio no es una escalera profesional que debe subirse rápidamente sino (¿lo digo o no?) la priorización de la predicación del evangelio por sobre los análisis banales de los últimos éxitos de Hollywood, las letras de las canciones de Bono o las plataformas de este o aquel político. En el mejor de los casos, estas últimas cosas son síntomas superficiales de una cultura de consumo que necesita ser rechazada, no adoptada. La cultura rápidamente cambiante que nos rodea es una señal del poder que los mercados de consumo tienen para hacer la verdad, rehacerla, reempaquetarla, cambiarla de nuevo, y seguir vendiéndola a los clientes cuyos apetitos parecen indefinidamente maleables e insaciables. Como iglesia no necesitamos preocuparnos de que haya cambios sino de las fuerzas oscuras que se hallan detrás. Como la punta del iceberg, el cambio no es la verdadera amenaza: ésta, en realidad, se encuentra bajo la superficie. La iglesia necesita entender que no está simplemente llamada a resistir una cultura de cambio que hace que todo sea negociable; necesita resistir la fuerza motriz que está tras los cambios, y esa fuerza es el consumismo que, en forma preocupante, conduce toda nuestra perspectiva económica y moldea así nuestras vidas en formas de las cuales muchos somos completamente inconscientes. 
Este artículo fue originalmente publicado por Ligonier Ministries en esta dirección. 
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Reseña: Ideología de género

En los últimos años, la revolución sexual se ha convertido en el asunto político más insistente de nuestro tiempo y uno de los fenómenos sociales más iconoclastas y transformadores que el mundo moderno haya visto. No solo ha reformado la noción del matrimonio, sino que ahora está aniquilando incluso esa suposición más básica con el género binario. En este contexto de caos, solo dos cosas parecen ciertas: que cada cristiano será, en cierto punto, afectado por esto, ya sea en su trabajo, familia o iglesia; y que la mayoría, si es que no todos, se sentirá muy confundido con todo esto. Afortunadamente, está surgiendo literatura buena y accesible sobre este tema. Ideología de género: ¿qué deben saber los cristianos?, escrito por Sharon James, es un ejemplo de ello. Breve en extensión, pero amplio en alcance, ayuda al lector a comprender un poco de la historia detrás del actual caos de género, explica algunos de los fundamentos teóricos del transgénero, resalta exactamente qué está en juego para las personas, la sociedad y la iglesia, y ofrece algunas reflexiones serias sobre cómo los cristianos deben responder . Cualquiera que esté familiarizado con la literatura sobre género, a partir de la obra de Judith Butler en adelante, sabrá que está marcada por una inclinación hacia un vocabulario arcano, las estructuras oracionales ininteligibles y un conjunto de valores generales de ofuscamiento gnóstico. James traspasa esto y ofrece resúmenes brillantes de sus fundamentos básicos, particularmente de la separación entre sexo biológico y el género. Sin embargo, ella no se enfoca simplemente en la filosofía, sino que también le presenta al lector algunas de las ciencias básicas que —sorpresa, sorpresa— contradicen lo que los teóricos filosóficos quieren que creamos. James interviene implícitamente con un principio muy importante: distinguir entre las necesidades personales y pastorales de aquellos que están luchando con su género y el movimiento político que está presionando por una revisión exhaustiva de la ley y de las costumbres sociales a fin de hacer normativa la revolución de género. Por lo tanto, ella ofrece un consejo amoroso, pero claro sobre cómo lidiar con personas que necesitan tanto escuchar la verdad como recibir el apoyo de la comunidad a medida que luchan con sus problemas. Al mismo tiempo, James señala que los intereses personales de los involucrados han provocado que ellos trabajen duro para imponer la ideología transgénero, no por la demanda popular, sino por las diversas agendas políticas. Inequívocamente, pone de relieve los principios de Yogyakarta (con los cuales los lectores deben estar familiarizados) como el manifiesto básico de lo que ahora vemos desarrollarse en la sociedad. En un corto libro, por supuesto, se dejan cosas fuera y las distinciones sutiles no se clarifican. No estoy tan seguro, como lo está James, de que Freud sea un villano. Sin duda, él es un actor clave en la sexualización moderna del yo. Sin embargo, en algunos momentos, él fue mucho más ambivalente a la noción de la licencia sexual que da James y su teoría de la civilización sin duda puede entenderse de una manera bastante conservadora, como lo hizo el psicólogo freudiano Philip Rieff en su importante y útil filosofía de la cultura. En este punto, sin duda ella está en lo correcto al ver a Wilhelm Reich y a Herbert Marcuse como centrales en la politización del sexo, pero la trasposición que ellos hacen de Freud a un marco de referencia, algo que él probablemente habría repudiado, es su gran —y profundamente destructiva— contribución. No obstante, al considerar el objetivo del libro, estas son objeciones pedantes. Dada la brevedad y claridad de esta obra, James ha hecho un trabajo extraordinario, al condensar un vasto y complicado tema en unas pocas páginas claras. Al proporcionar lectura complementaria y al enumerar los nombres de tantos actores clave, James le proporciona al lector un mapa con el cual navegar el complicado terreno de la teoría del género politizado. Este es un libro útil para todo cristiano, ya que aborda un problema con el cual probablemente todos tendremos que luchar, ya sea social, política, pastoral o personalmente.

Ideología de género: ¿Qué deben saber los cristianos? Sharon James. Editorial Peregrino, 156 páginas.

Esta reseña fue publicada originalmente en 9Marks.
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El problema con la religión

Existe una clara conexión entre la revolución sexual y la creciente y evidente apatía en nuestra cultura hacia la libertad religiosa. Quizás, la primera vez que esto captó los titulares de las noticias fue a principios de 2015 cuando la legislatura del estado de Indiana propuso una ley de restauración de la libertad religiosa, que fue diseñada, en parte, para proteger los derechos de los dueños de negocios con objeciones religiosas a los estilos de vida LGBTQ+ con respecto a las políticas de contratación. La propuesta recibió una condena rápida y generalizada, sobre todo por parte de las empresas estadounidenses, con el argumento de que, de aprobarse, permitiría que tales empresarios religiosos discriminen a los empleados LGBTQ+. Al final, el entonces gobernador de Indiana, Mike Pence, convirtió en ley una versión suavizada del proyecto de ley original. No obstante, se había enviado un mensaje: sectores significativos de la cultura ya no consideraban que las objeciones religiosas a los asuntos LGBTQ+ fueran algo más que intolerancia y las políticas basadas en ello no eran más que complacencia. De hecho, esta posición ya quedó clara en una importante sentencia de la Corte Suprema de los Estados Unidos en 2013, la de Estados Unidos contra Windsor. El antecedente fue la Ley de Defensa del Matrimonio (DOMA, por sus siglas en inglés), promulgada por el presidente Clinton en 1996. Esta legislación excluyó específicamente a las parejas del mismo sexo de la definición de matrimonio reconocida por el estado. DOMA, sin embargo, fue desafiada por una mujer llamada Edith Windsor. En 2007, Windsor se había casado con su pareja del mismo sexo, Thea Spyer, en Canadá. La pareja vivía en el estado de Nueva York, y cuando Spyer murió en 2009, Windsor trató de reclamar la exención del impuesto federal sobre el patrimonio al que tienen derecho los cónyuges legalmente reconocidos. Este reclamo fue denegado bajo los términos de la sección tres de DOMA, que excluía las parejas del mismo sexo, y Windsor presentó una demanda. Su reclamo fue confirmado tanto por el tribunal de distrito como por el Tribunal de Apelaciones del Segundo Circuito en 2012. Luego, con el caso pendiente ante el Tribunal Supremo, el Departamento de Justicia anunció que no buscaría defender a DOMA. En este punto, un grupo asesor legal bipartidista de la Cámara de Representantes votó a favor de emprender la demanda con miras a determinar la constitucionalidad de la sección tres, que definía el matrimonio entre un hombre y una mujer. La Corte Suprema dictaminó, por una mayoría de cinco a cuatro, que la sección tres no era constitucional y, por lo tanto, anuló el principio central de DOMA, que el matrimonio debía entenderse exclusivamente entre un hombre y una mujer. Las actitudes públicas sobre el tema ya estaban cambiando, por lo que la decisión no tuvo un impacto total. Lo sorprendente, sin embargo, fue la forma en que la mayoría de la corte caracterizó el motivo de los opositores al matrimonio homosexual que subyace en DOMA. El pasaje pertinente dice así:
La desviación inusual de DOMA de la tradición habitual de reconocer y aceptar las definiciones estatales del matrimonio opera aquí para privar a las parejas del mismo sexo de los beneficios y responsabilidades que conlleva el reconocimiento federal de sus matrimonios. Esta es una fuerte evidencia de una ley que tiene el propósito y efecto de la desaprobación de esa clase. El propósito declarado y el efecto práctico de la ley aquí en cuestión son imponer una desventaja, un estatus separado y, por lo tanto, un estigma sobre todos los que contraen matrimonios entre personas del mismo sexo, legalizados por la autoridad incuestionable de los Estados.[1] 
De esto queda claro que el tribunal consideró que las objeciones al matrimonio homosexual se basaban en lo que técnicamente se denomina animus constitucional o, para expresar la misma idea en términos más coloquiales, intolerancia irracional. Vale la pena reflexionar sobre esto por un momento. Los cristianos (y los judíos) sostienen una visión del matrimonio que lo considera entre un hombre y una mujer, y eso por numerosas razones: la enseñanza de Génesis 2, la complementariedad de hombres y mujeres, y la intención procreadora del matrimonio. Sin embargo, en Windsor, la Corte Suprema descarta dos mil años de pensamiento cristiano (y muchos más de pensamiento judío) como nada más que intolerancia irracional. En el mejor de los casos, el tribunal presumiblemente decidió que aun cuando las objeciones religiosas al matrimonio homosexual alguna vez habían tenido validez, ya no la tenían, y la única razón para mantenerlas era una cortina de humo para justificar la marginación de un determinado sector de la sociedad. Cuando el tribunal supremo del país puede codificar tal punto de vista de la religión en una sentencia, los tiempos —y las actitudes culturales — realmente han cambiado. Windsor proporcionó los antecedentes legales inmediatos de Obergefell contra Hodges, 576 U.S. 644 (2015), el caso de la Corte Suprema que encontró que el matrimonio entre personas del mismo sexo estaba protegido por la Constitución por motivos consistentes con el individualismo expresivo que hemos estado rastreando. Para este hallazgo fue fundamental la afirmación de la Corte sobre la autonomía de las personas para poder elegir con quién quieren casarse. Esto reflejó una posición establecida en la ley en una decisión anterior, Planned Parenthood of Southeastern Pennsylvania contra Casey, 505 U.S. 833, 851 (1992), en la que Planned Parenthood impugnó una ley firmada por el entonces gobernador de Pensilvania, Robert Casey Sr., que impuso ciertas restricciones a la provisión de abortos. El fallo fue en contra de Casey, pero la parte interesante del juicio fue una declaración extraña, pero posteriormente influyente, del autor de la opinión de la mayoría, el juez Anthony Kennedy, en la que describió lo que es ser una persona:
En el corazón de la libertad está el derecho a definir el propio concepto de existencia, de significado, del universo y del misterio de la vida humana. Las creencias sobre estos asuntos no pueden definir los atributos de la personalidad si se forman bajo la obligación del Estado.[2]
Kennedy captura aquí la esencia misma del individualismo expresivo y sus implicancias: los individuos pueden definir por sí mismos lo que les da su identidad, su propósito en la vida y su sentido de significado. Con eso establecido como la suposición básica de la ley constitucional estadounidense, se sentaron las bases para los fallos posteriores sobre el matrimonio que vieron su restricción a un hombre y a una mujer como opresiva, como intolerante y como un obstáculo para la autonomía y la felicidad personal. Aunque en 1992 el matrimonio homosexual todavía no era inevitable, este fallo ciertamente despejó el terreno para ello.

No tolerancia, sino igualdad

Dado lo anterior, debe quedar claro que la tolerancia de las identidades LGBTQ+ nunca iba a ser suficiente para el movimiento. Tolerar a alguien es, por definición, desaprobarlo, aunque de una manera bastante pasiva. Sin embargo, también es no reconocerlos: no es afirmar sus identidades como se quiere afirmar; en el mejor de los casos, es para mantenerlos en su lugar como miembros de segunda clase de la sociedad. Y esto, a su vez, ayuda a explicar la razón por la cual cosas como hornear pasteles se han vuelto tan polémicas. La panadera cristiana que se niega a producir un pastel para la celebración de un matrimonio homosexual lo hace porque su conciencia consideraría tal acto como el apoyo a una relación que ella considera fundamentalmente inmoral. La pareja gay, sin embargo, considera su negativa como una negación a su identidad fundamental (y protegida constitucionalmente). La igualdad requiere un reconocimiento igualitario de una forma que la tolerancia simplemente no proporciona. Esto se remonta, por supuesto, a la construcción psicológica moderna de la identidad. Si ante todo somos lo que pensamos, lo que sentimos, lo que deseamos, entonces todo lo que interfiere u obstruye esos pensamientos, sentimientos o deseos nos inhibe como personas y nos impide ser el yo que estamos convencidos que somos. Tales obstrucciones inhiben la identidad de manera profunda y sustancial. Los insultos verbales, por supuesto, no son nada nuevo y tienen una historia tan larga como la de la humanidad misma. Goliat se burló de David. Cicerón insultó a Catilina. No obstante, con el surgimiento del yo psicológico, las palabras han adquirido un nuevo poder cultural, como lo atestiguan los feroces debates que ahora se desatan sobre los pronombres. El uso de una palabra considerada hiriente o denigrante se convierte, en el mundo de la identidad psicológica, en un asalto a la persona, tan real como si fuera un puñetazo. Y aquí es donde las religiones, especialmente las religiones como el cristianismo y el judaísmo que se aferran a códigos estrictos con respecto al sexo y la sexualidad, terminarán en problemas porque se van a encontrar en un mundo que funciona con lo que podríamos llamar, una gramática diferente y una sintaxis de la identidad. Por ejemplo, cuando el cristiano se opone a la homosexualidad, bien puede pensar que se opone a una serie de deseos o prácticas sexuales. Pero el hombre gay ve esos deseos como parte de su esencia misma. El viejo dicho que dice: «amar al pecador, odiar el pecado» simplemente no funciona en un mundo donde el pecado es la identidad del pecador y cuando los dos no pueden separarse ni siquiera a nivel conceptual. En una época en que la noción normativa de la individualidad es psicológica, odiar el pecado es odiar al pecador. Los cristianos que no se den cuenta de este cambio se encontrarán muy confundidos por la incomprensión y, de hecho, por la fácil ofensa del mundo que los rodea. En sus Notas sobre el estado de Virginia, Thomas Jefferson comentó que «no me perjudica que mi vecino diga que hay veinte dioses o ningún dios. Ni me hurga en el bolsillo ni me rompe la pierna». Para Jefferson, esta era la razón por la que la libertad religiosa no era un asunto complicado: las creencias religiosas personales de los demás no lo perjudicaban económicamente ni físicamente. Podríamos inferir, por lo tanto, que Jefferson vivía en un mundo en el que la individualidad no estaba construida psicológicamente, sino que estaba mucho más ligada a lo físico, al cuerpo y a la propiedad del individuo. Sin embargo, eso no se aplica hoy: en un mundo donde la psicología interna domina la forma en que pensamos de nosotros mismos, entonces los sentimientos también se vuelven muy importantes en la manera en la que conceptualizamos el daño. En ese mundo, las creencias religiosas personales de nuestros vecinos son motivo de preocupación, porque el desacuerdo implica que al menos uno de nosotros está equivocado. Y hoy eso constituye una forma de opresión. Es posible que los conservadores religiosos no se metan en los bolsillos ni rompan las piernas, pero hieren los sentimientos y, por lo tanto, las identidades son marginadas, oprimidas y negadas de legitimidad.
Este artículo es una adaptación del libro Strange New World: How Thinkers and Activists Redefined Identity and Sparked the Sexual Revolution [Extraño Nuevo Mundo: cómo los pensadores y activistas han redefinido la identidad y desencadenado la revolución sexual] escrito por Carl R. Trueman.
Este artículo fue publicado originalmente en inglés y traducido con el permiso de Crossway.

[1] United States v. Windsor, 699 F. 3d 169 (2013), www.law.cornell.edu/supremecourt/text/12-307.

[2] Planned Parenthood of Southeastern Pennsylvania v. Casey, 505 U.S. 833, 851 (1992), www.law.cornell.edu/supremecourt/text/505/833.

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Lo que la iglesia primitiva puede enseñarnos acerca de vivir en este extraño nuevo mundo
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Lo que la iglesia primitiva puede enseñarnos acerca de vivir en este extraño nuevo mundo

Aprende de la iglesia antigua

Los cristianos tradicionales suelen ser aquellos que toman en serio la historia. Tenemos una fe que se basa en afirmaciones históricas (principalmente, la encarnación de Jescristo y los eventos y acciones de su vida) y vemos nuestras comunidades religiosas como una fila que se extiende a través del tiempo hasta Pentecostés y más allá. Por ende, cuando se enfrentan a desafíos peculiares, los cristianos a menudo miran al pasado para encontrar esperanza con respecto a su experiencia en el presente. Por lo general, los protestantes miran a la Reforma, y los Católicos miran a la Alta Edad Media. Si tan solo pudiéramos volver a ese mundo, nos decimos, todo estaría bien. Cualquiera con un sentido realista de la historia sabe que esos regresos son, en el mejor de los casos, virtualmente imposibles. Primero, ni la Reforma ni la Alta Edad Media fueron las épocas doradas que la nostalgia religiosa posterior nos quiere hacer creer. Las sociedades en las que operaba la iglesia en esas épocas han desaparecido para siempre, en gran parte gracias a las formas en las que la tecnología ha remodelado el mundo en el que vivimos. Si queremos encontrar un precedente para nuestro tiempo, creo que deberíamos retroceder más atrás en el tiempo, al siglo II y a la iglesia inmediatamente posterior a los apóstoles. Allí, el cristianismo era una secta incomprendida, despreciada y marginal. Se sospechaba que era inmoral y sediciosa. Comer el cuerpo y la sangre de su dios y llamarse «hermano» y «hermana», incluso cuando estaban casados, hacía que los cristianos y el cristianismo sonaran altamente dudosos para los de afuera. Y la afirmación «¡Jesús es Señor!» era en la superficie un juramento de lealtad que abolía el lamento que se le debía al César por la marginación cultural que sufría el cristianismo. Eso es muy parecido a la situación de la iglesia hoy. Por ejemplo, somos considerados intolerantes irracionales por nuestra postura sobre el matrimonio homosexual. Después de la presidencia de Trump, se ha vuelto una rutina escuchar a los religiosos conservadores en general y a los cristianos evangélicos, en particular, siendo denunciados como una amenaza para la sociedad civil. Al igual que nuestros antepasados espirituales en el segundo siglo, nosotros también somos considerados inmorales y sediciosos. Por supuesto, la analogía no es perfecta. La iglesia en el segundo siglo se enfrentó a un mundo pagano que nunca había conocido el cristianismo. Nosotros vivimos en un mundo que está descristianizándose, a menudo, de manera consciente e intencionalmente. Esto significa que la oposición probablemente esté mejor informada y sea más proactiva que en la iglesia antigua. Sin embargo, sigue siendo instructivo una mirada a la estrategia de la iglesia del segundo siglo. En primer lugar, está claro en el Nuevo Testamento y en los textos no canónicos tempranos como la Didajé que la comunidad era central para la vida de la iglesia. Los Hechos de los apóstoles presenta una imagen de una iglesia donde los cristianos se preocupaban los unos por los otros y se servían mutuamente. La Didajé establece un conjunto de prescripciones morales, incluida la prohibición del aborto e infanticidio, que sirvieron para distinguir a la iglesia del mundo que la rodeaba. La identidad cristiana era claramente una cosa muy práctica, realista y cotidiana. Esto tiene perfecto sentido. Detrás de gran parte del argumento de los capítulos anteriores —de hecho, subyacente a la noción de imaginario social— se encuentra que la identidad está formada por las comunidades a las que pertenecemos. Y todos tenemos varias identidades: yo soy esposo, padre, maestro, inglés, inmigrante, escritor, fanático del rugby, además de ser cristiano. Y las identidades más fuertes que tengo, que forman mis intuiciones más fuertes, derivan de las comunidades más fuertes a las que pertenezco. Esto significa que la iglesia debe ser la comunidad más fuerte a la que pertenecemos. Irónicamente, la comunidad LGBTQ+ es la prueba de este punto: la razón por la cual se han movido desde los márgenes al escenario central está íntimamente conectado a las fuertes comunidades que formaron mientras estaban en los márgenes. Es por esto que el lamento por la marginación cultural del cristianismo, aunque legítimo, no puede ser la única respuesta de la iglesia a las convulsiones sociales que vive actualmente. Lamentémonos, sin duda —debemos lamentarnos de que el mundo no es como debe ser, como nos enseñan muchos de los Salmos—, pero también organicémonos. Convirtámonos en una comunidad. En esto, dice el Señor, conocerán todos que son mis discípulos, si se tienen amor los unos a los otros (Jn 13:35). Y eso significa comunidad.

Elementos compartidos de la iglesia

Esto me lleva a la segunda lección que podemos aprender de la iglesia primitiva. La comunidad en términos de sus detalles del día a día puede verse diferente en una ciudad y en una población rural, o en los Estados Unidos y en el Reino Unido. Sin embargo, hay ciertos elementos que la iglesia en cada lugar compartirá: alabanza y comunidad. Reunirse en el Día del Señor, orar, cantar alabanzas a Dios, escuchar la Palabra leída y predicada, celebrar bautismos y la cena del Señor, dar materialmente para el trabajo de la iglesia. Todas estas son cosas que los cristianos deberían hacer cuando se reúnen. Puede sonar trillado, pero una gran parte del testimonio de la iglesia al mundo es simplemente ser la iglesia en adoración. Pablo mismo comenta que cuando un incrédulo accidentalmente aparece en un servicio de la iglesia, debería impresionarse por la maravillosa santidad de lo que está sucediendo. El testimonio más poderoso del Evangelio es la iglesia misma, simplemente ocupándose de la adoración. Muchos cristianos hablan de involucrarse en la cultura. De hecho, la cultura se cautiva más dramáticamente cuando la iglesia le presenta otra cultura, otra forma de comunidad, enraizada en sus prácticas litúrgicas de adoración y manifestada en la comunidad amorosa que existe tanto dentro como fuera del servicio de adoración. Muchos hablan de la batalla cultural entre cristianos y secularismo, y ciertamente la Biblia usa lenguaje marcial para describir el conflicto espiritual de la época actual. No obstante, tal vez «la protesta cultural» es una mejor manera de traducir la idea a un modismo moderno, dada la realidad y la historia de la guerra física en este mundo. La iglesia protesta contra la cultura más amplia al ofrecer una verdadera visión de lo que significa ser humanos creados a la imagen de Dios. Este acercamiento ciertamente se insinúa en la literatura cristiana del siglo II. Los denominados apologetas griegos, como Justino Mártir, abordaron el tema del Imperio Romano desde una perspectiva cristiana. Lo más interesante en comparación con algunas de las formas en que muchos cristianos, de derecha e izquierda, lo hacen hoy en día es cuán respetuosos eran estos antiguos apologetas. No pasaban su tiempo denunciando los males del emperador y su corte. En lugar de eso, argumentaron positivamente que los que cristianos eran los mejores ciudadanos, los mejores padres, los mejores siervos, los mejores vecinos, los mejores empleados y que, por lo tanto, se les debería dejar en paz y permitirles vivir su día a día sin ser hostigados por las autoridades. Por supuesto, había límites de lo que podían hacer para participar en la vida cívica: si se les pedía hacer un sacrificio al emperador como si fuera un dios, ellos tendrían que negarse, pero más allá de tales exigencias, ellos podían ser buenos miembros de la comunidad romana. En el siglo V, Agustín, en el Libro XIX de su obra maestra La ciudad de Dios, ofreció un argumento similar. Los cristianos, dijo, eran ciudadanos tanto de la ciudad terrenal como de la ciudad de Dios. Sus vecinos paganos podían ser solamente ciudadanos de la ciudad terrenal, pero esto todavía significaba que los dos grupos compartían intereses o amores comunes, sobre todo la paz y la prosperidad de la ciudad terrenal. Tanto los paganos como los cristianos querían estas cosas y podían trabajar juntos para lograrlas. Y eso significaba que los cristianos podían y debían ser buenos ciudadanos en la medida en que su mayor compromiso con Dios les permitiera hacerlo[1]. Tanto los apologetas como Agustín ofrecieron una visión de la iglesia en una cultura hostil que llama a la iglesia a ser la iglesia y a los cristianos a ser miembros constructivos de la sociedad más amplia en la que están ubicados. Algunos podrían responder que no involucrarse en una confrontación agresiva y directa parece más bien derrotismo o retraimiento. ¿Pero es así? En temas clave como el aborto, los cristianos en Occidente todavía tienen la libertad de usar sus derechos como miembros de la ciudad terrenal para hacer campaña por el bien. No estoy llamando aquí a una especie de quietismo pasivo por el cual los cristianos abdican de sus responsabilidades cívicas o no hacen ninguna conexión entre cómo ejercer esas responsabilidades cívicas y sus creencias religiosas. Más bien estoy sugiriendo que participar en una guerra cultural usando las herramientas, la retórica y las armas del mundo no es el camino para el pueblo de Dios. Si los apologetas y Agustín fueron quietistas pasivos, es bastante difícil explicar cómo el cristianismo llegó a ser tan dominante en Occidente durante tantos siglos. La evidencia histórica sugiere más bien que su enfoque demostró ser notablemente efectivo a lo largo del tiempo. Y puede volver a ser así, tal vez no durante mi vida o incluso durante la de mis hijos. Sin embargo, Dios es soberano, Dios planea a largo plazo, y la voluntad de Dios se hará, en la tierra como en el cielo.

Este artículo es una adaptación del libro Strange New World: How Thinkers and Activists Redefined Identity and Sparked the Sexual Revolution [Extraño nuevo mundo: cómo los pensadores y activistas han redefinido la identidad y desencadenado la revolución sexual] escrito por Carl R. Trueman.

Este artículo fue publicado originalmente en inglés y traducido con el permiso de Crossway.

[1] Para una traducción accesible, ver San Agustín, City of God [La ciudad de Dios], traducción: Henry Bettenson (Nueva York: Penguin, 2004).