volver

Los insultos hechos en privado no deben molestarnos, ¿cierto? Por supuesto, son groseros y repugnantes, pero ¿qué significa para nosotros la opinión de solo una persona? Catalógalos como personas «peligrosas» y sigue adelante. Sin embargo, las ofensas públicas (las insinuaciones que llegan por medio de chismes, los comentarios en Internet, comentarios privados filtrados, rumores, calumnias, acusaciones falsas) nos golpean en el plexo solar de nuestro corazón: la reputación.

No creo que exista algo que proteja más furiosamente que mi reputación. Cuando mi reputación está en juego (un pecado oculto que se hace público, una observación hecha con seguridad que es refutada, una respuesta graciosa que es reprendida) salto para atacar la credibilidad de quien hace la crítica. Me defiendo con severidad. Cuando no lo puedo hacer, centro toda mi ansiedad y furia en burlarme de la fuente.

La experiencia de la vergüenza pública en Internet es como derramar Coca-cola en tu camisa cuando asistes a un evento de etiqueta: todos quieren verlo, y es devastador para quien lo soporta. Quizás la vida adulta no es tan diferente a la de la escuela.

Cuatro maneras en la que podemos luchar

Cuando no hay recurso para arreglar los restos de una destruida imagen perfecta de uno mismo, el enojo a menudo es el primer instinto. La rabia (palabra que viene del latín medieval rabies, y de la cual obtenemos el término de la enfermedad «rabia»), el enojo, la furia, la ira, echan chispas. Sin embargo, nos hemos transformado en personas muy hábiles para esconder nuestra condición. Echamos humo en el alma.

Queremos que nos vean como personas geniales, confiadas, seguras. No queremos que nunca nos cuestionen. Queremos que siempre nos amen. Hasta que la vergüenza pública aparece: un comentario; una crítica; un rechazo; un fracaso; un error; y luego, internamente, nos enfadamos; nos ponemos histéricos; despotricamos; nos alborotamos; nos ponemos violentos, maníacos y furiosos.

Existen al menos cuatro cosas que tú y yo podemos hacer (en esos momentos en los que nuestros cuerpos comienzan a tomar el control, cuando nuestros corazones comienzan a palpitar tan fuerte que podrían salir de nuestros pechos) que nos permitirán usar la vergüenza pública como una oportunidad para dejar el peso muerto que arrastra nuestras almas hacia un hoyo.

1. Encuentra una forma para arrepentirte

Esto podría parecer algo completamente imposible. Aquellos que fueron avergonzados probablemente ya se arrepintieron o quizás alguien ha pecado contra ellos. ¿De qué tienen que arrepentirse?

Sin duda, hay más dolor que culpa. Sin duda, hay una semilla de justicia en nuestro enojo. Eso es definitivamente posible. Sin embargo, el momento de furia no es el momento para considerar la justicia del enojo; es exactamente lo opuesto. Recuerda, la furia es una disposición hacia el pecado. «…El hombre violento abunda en transgresiones» (Pr 29:22).

El momento de ofensa no es el momento para que salga el jurado; de hecho, es el último momento para juzgar. Aunque es contraintuitivo, la única cosa en la que necesitamos enfocarnos en un momento de furia es esta: alejarnos de esa furia.

Busca arrepentirte. Es probable que tengamos que hacerlo con esfuerzo contra la actitud autodefensiva de nuestros propios corazones. No obstante, no se trata de defendernos, porque nuestro momento de furia no se trata de la persona que nos ha avergonzado. Tiene que ver con que si vamos a permitirnos o no rebajarnos a niveles vergonzosos con el fin de defender la vergüenza.

El arrepentimiento es el paso más necesario para encontrar a Dios en nuestra furia, porque el arrepentimiento es una de las cosas más difíciles de hacer en el mundo (especialmente cuando sentimos que tenemos una buena razón para llamar a otros al arrepentimiento).

Santiago nos examina, «solo hay un Legislador y Juez, que es poderoso para salvar y para destruir. Pero tú, ¿quién eres que juzgas a tu prójimo?» (Stg 4:12). Pon la ofensa entre paréntesis solo por un momento. No se trata de la ofensa; se trata de ti; se trata de tener una comprensión clara de tu alma. Si no puedes, tropezarás de cabeza en la vergüenza en maneras que tus acusadores u ofensores aprovecharán felizmente.

2. Encuentra un momento para que deje de importarte

Si el arrepentimiento es lo más difícil de hacer mientras estamos enojados, hacer un análisis honesto del alma es lo segundo más difícil. ¿Qué fue lo que se vio realmente amenazado por nuestra vergüenza? ¿Qué fue lo que realmente se perdió? ¿Qué cosa buena dejó de estar disponible? ¿Qué veta estábamos intentando proteger? ¿Qué cosa «inmaculada» fue ensuciada que Dios seguramente encuentra tan significativa?

Probablemente, es nuestra imagen de las redes sociales que está enraizada en el miedo al juicio de otros. El miedo de que no somos comparables a la imagen limpia y nítida de otros. Es la ansiedad que se encuentra en saber que nuestras «meteduras de pata» no se erguirán junto a los «momentos memorables» de otros. Es el miedo de que ya no seremos más considerados como piadosos, disciplinados, atractivos, inteligentes o graciosos.

Miramos estas cosas (nuestros perfiles, nuestra capacidad para comparar, nuestra reputación) como fuentes de confianza porque estamos intentando mitigar nuestro odio hacia nosotros mismos. Realmente, la furia por la reputación es a menudo un odio hacia otros por develar nuestro odio hacia nosotros mismos; por arruinar las maquinaciones que hemos establecido en un lugar para distraernos del desprecio que sentimos por nosotros mismos. Elie Wiesel comenta correctactamente, «el odio mórbido… siempre es el odio hacia uno mismo» (Legends of Our Time [Leyendas de nuestro tiempo], 195).

Toma este tiempo, cuando ya no puedas esconderte más detrás de una fachada, para darte cuenta de que no te estaba ayudando. Tu máscara solo hizo tu vida más difícil. Tu compromiso para mantener una reputación inmaculada (estética o performativa; moral o religiosa) fue el yugo del cual Dios te liberó por medio de la cruz. En Cristo, «…hemos llegado a ser… la basura del mundo, el desecho de todo. No les escribo esto para avergonzarlos, sino para amonestarlos como a hijos míos amados» (1Co 4:13-14).

A las personas no les importa tu reputación tanto como crees. El mundo no se acabó. La obra de Dios en tu vida no ha terminado. No arruinaste todo; esa persona no arruinó todo.

El Evangelio de Cristo te dice palabras eternas. «Perdonado» (1Jn 2:12); «mío» (Jn 17:19); «amado» (Jud 17). No tienes que ponerte la capa y la máscara. No eres el héroe de tu propia alma. Dios ha restaurado la reputación de muchos santos que fueron avergonzados públicamente en el pasado y lo hará por todos en el último día (Ap 6:11).

3. Encuentra un lugar para comenzar a orar

David Powlison nos dice, «necesitas ventilar tu enojo con Dios. Él es un amante maduro y el amor maduro puede absorber el enojo honesto del amado» (Anger [El enojo], 13). Esto no es razón para animar el enojo contra Dios (que siempre es pecado), sino que para animar la honestidad respecto a tu enojo pecaminoso. No agregues el pecado de la hipocresía al pecado del enojo contra Dios.

En tu enojo, deja de hablarte. Comienza a decir toda la verdad, el enojo que sientes, pero dísela a Dios:

«¿Por qué no me protegiste?»
«¿Por qué soy de esta manera?»
«¿Cuándo voy a crecer?»
«¿Qué haré ahora que todos saben cuán terrible soy?»
«¿Cómo puedo mostrar mi rostro cuando todos creen esas mentiras?»
«Estoy tan cansado de explicar la verdadera historia»
«Por favor, solo haz que esta etapa pase»

Que se haya roto nuestra reputación en pequeños pedacitos frente a nuestros ojos nunca es algo fácil. Que otros la rompan es aún más difícil. Existen muchas emociones complejas que nuestros cuerpos y mentes no fueron diseñados para contener por sí mismos. Si intentamos reparar nuestras vergüenza por nosotros mismos, solo aceleraremos el paso de nuestro huracán emocional interno.

Si sientes como si el «factor Dios» solo requiere que todas nuestras emociones dolorosas sean derribadas hacia el gozo, encuentra tu hogar con los acusados. «En mi angustia clamé al Señor, y él me respondió. Libra mi alma, Señor, de labios mentirosos, y de lengua engañosa» (Sal 120:1-2). Quizás esos «labios mentirosos» son los tuyos (Ef 4:25, 31). Tal vez son de un difamador (1Pe 3:16).

Dios es omnicompetente. «Destruiré al que en secreto calumnia a su prójimo; no toleraré al de ojos altaneros y de corazón arrogante» (Sal 101:5). Entrégaselo a Dios en oración.

4. Encuentra una manera de amar

Resulta que todo el tiempo que hemos pasado fantaseando con ser admirados termina socavándonos cuando fallamos.

Nos entristecemos por los conceptos destruidos de uno mismo que nunca quisimos tener. Santiago no ha terminado de hablar sobre el Juez: «Hermanos, no se quejen unos contra otros, para que no sean juzgados. Ya el Juez está a las puertas» (Stg 5:9). Honestamente, cuando hemos encontrado una manera de reconocer interna y auténticamente que «solo hay un Legislador y Juez…» (Stg 4:12), nuestras barreras caen. Quizás ya no confiamos tanto en nosotros mismos.

Tal vez también encontremos menos importancia en lo que otros piensan de nosotros. Quizás comencemos a descubrir un nuevo camino en el bosque, uno en el que no se espere que seamos perfectos —o nosotros no esperemos serlo— y así el defecto más pequeño ya no será elevado a la categoría de «vergüenza pública» para llevarnos a la furia. Quizás comenzamos a arrepentirnos una y otra vez en pequeñas situaciones para que cuando el enojo nos tome por el cuello, tengamos un instituto kung-fu de humildad contra él. Tal vez la humildad nos permita incluso reír en la inutilidad de mantener una reputación perfecta.

Una humildad como esa nos salvará de las trampas de la vergüenza que nuestra cultura perfeccionista pone en todos los lugares a los que miramos.

Paul Maxwell © 2016 Desiring God. Publicado originalmente en esta dirección. Usado con permiso. | Traducción: María José Ojeda
Photo of Paul Maxwell
Paul Maxwell
Photo of Paul Maxwell

Paul Maxwell

 Paul Maxwell es estudiante de Ph.D. en Trinity Evangelical Divinity School y es profesor de filosofía en el Instituto Moody Bible.

Otras entradas de Paul Maxwell
¿La iglesia te ha herido?
 
Los hombres reales aman a las mujeres fuertes
 
Caminemos lejos del mundo para orar