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La sensación de disonancia en la frase «no es bueno que el hombre esté solo» (Génesis 2:18) no indica que se haya pronunciado en un momento accidentalmente crítico de la historia de la creación. La soledad de Adán quedó en evidencia mientras nombró a los animales. No había una criatura que le correspondiera, que glorificara y disfrutara de Dios con él, y que se comunicara con él. Así, Dios le dio una ayuda equivalente pero diferente, y su perfecta complementaridad reflejó la gloria de la equivalencia ontológica (perteneciente al ser o la esencia) y la diversidad funcional del Dios en el cual tres son uno. Eso fue muy bueno.

Dios les dio al hombre y la mujer el mandato cultural de ser fructíferos, multiplicarse, y ejercer dominio extendiendo la belleza y la maravilla del Edén por todo el mundo. Fueron creados para algo más grande que ellos mismos, pero creyeron las mentiras de Satanás y lo perdieron todo. Luego, Dios les hizo la promesa del evangelio señalando que la descendencia de la mujer aplastaría al enemigo, y Adán respondió dándole a su mujer el nombre de Eva, que significa dadora de vida, apuntando a Aquel que daría su vida por su pueblo y a su pueblo.

Él le dio un nombre a ella. Dar un nombre es un acto de liderazgo. Tras la promesa del evangelio, el liderazgo confiado a Adán en la creación permaneció. Una vez más, Adán y Eva ilustraron la naturaleza relacional de la Trinidad —autoridad y sumisión entre iguales—. Somos redimidos para algo más grande que nosotros mismos.

La soledad no fue buena en el Edén, y lo mismo vale para la iglesia. Una iglesia sin géneros es tan impensable como un Edén sin géneros mientras buscamos obedecer el mandato evangélico de multiplicarnos haciendo discípulos. Tito 2 vincula este encargo con cada género en particular diciendo a las mujeres mayores que discipulen a las menores para ser dadoras de vida en cada relación y situación. 

Hay una enseñanza en el hecho de que Jesús incluyera mujeres en su ministerio. A medida que Él iba por las aldeas proclamando el reino de Dios, los discípulos iban con Él «y también algunas mujeres que habían sido sanadas de espíritus malos y de enfermedades . . . y muchas otras que de sus bienes personales contribuían al sostenimiento de ellos» (Lucas 8:2). No se indica que las mujeres compitieran con los hombres o se hubiesen quejado de ellos. Cuando las mujeres son sanadas por las heridas de Él (1 Pedro 2:24) y la vida de Cristo las llena, se convierten en dadoras de vida más que sustractoras de vida en el lugar en que desarrollan su ministerio.

En la cruz había «muchas mujeres que habían seguido a Jesús desde Galilea para servirle» (Mateo 27:55). Estas mujeres no se apartaron del horror cósmico que estaba ocurriendo delante de sus ojos mientras toda la fuerza de la ira del Padre caía sobre el Hijo. El Salvador que ellas seguían no permitió que una sola gota de esa ira cayera sobre ellas.

La gratitud de ellas se expresó en un acto de servicio amoroso. Lo expresaron trayendo especias para ungir el cuerpo de Jesús. Mientras caminaban hacia la tumba, se preguntaban: «¿Quién nos removerá la piedra de la entrada del sepulcro?» (Marcos 16:3). Se trataba de un obstáculo demasiado grande como para que ellas lo movieran, pero aun así, fueron porque sus corazones ardían de amor por Aquel que las había amado primero. Sin ningún esfuerzo de ellas, «vieron que la piedra . . . había sido removida» (v. 4). Ellas fueron las primeras en escuchar las buenas noticias: «¡Ha resucitado!». Luego Jesús les salió al encuentro y les dijo: «¡Saludos! . . . No teman. Vayan, avisen…» (Mateo 28:9-10).

Como esposa de pastor por cincuenta años, he enfrentado muchos obstáculos al amar y servir a la iglesia de Cristo; comúnmente, durezas de mi propio corazón —duda, temor, orgullo, resentimiento, ira—, y otras veces, personas difíciles o situaciones complicadas. Sin embargo, he aprendido que, cuando sigo orando y sirviendo, el Espíritu de Dios ablanda mi corazón, algunas veces quita las durezas, y veo la gloriosa gracia del Cristo resucitado en personas y lugares inesperados.

El ministerio de las mujeres en la iglesia se trata de ungir el cuerpo de Cristo ya que lo amamos porque Él nos amó primero.

El enemigo no ha cambiado de estrategia: «¿En verdad Dios dijo que no puedes ser ordenada para desempeñar un oficio en la iglesia?» Satanás le da una interpretación negativa a la abundante provisión de Dios manifestada en todos los árboles del jardín excepto uno. Comer lo que Él prohíbe no nos hace iguales a Dios; nos hace menos que un reflejo de su gloria. El gobierno de la iglesia debe reflejar el orden creado, que a su vez refleja al Creador. Confiar y obedecer el plan de Dios no es solamente radical; es imposible sin su gracia transformadora. Sus hijos son los únicos que pueden exhibir su excelente diseño creacional y obedecer la comisión de su evangelio multiplicando y extendiendo su reino. Cada día combatimos la hostilidad del mundo hacia las distinciones de género, pero, por el poder que actúa en nosotros, celebremos, guardemos y protejamos este tesoro para darlo a la próxima generación.

Les pregunté a nuestras nietas de ocho y once años: «¿Quiénes son mejores, los chicos o las chicas?» Hubo un consenso inmediato: «¡Las chicas!» Nos sentamos a leer Tito 2. Pregúntales ahora y te dirán: «Los chicos son mejores en ser chicos, las chicas son mejores en ser chicas, somos equivalentes pero diferentes, y es muy bueno porque Dios lo dice».

Este artículo fue originalmente publicado por Ligonier Ministries en esta dirección. 
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Susan Hunt
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Susan Hunt

Susan Hunt es madre y abuela, esposa de pastor y exdirectora de los Ministerios de Mujeres para la Iglesia Presbiteriana de Estados Unidos.
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